
¿En qué consiste esencialmente el periodismo? Para George Orwell implica publicar lo que un poder fáctico no quiere que publiques. Todo lo demás, decía el intelectual inglés, son relaciones públicas. Dichas relaciones públicas las llevan a cabo la mayor parte de los periodistas en el Parlamento, que cuando no le están riendo las gracias a una bildutarra, están confraternizando con Pablo Iglesias, dándole un masaje a Patxi López o compitiendo para convertirse en el próximo jefe de prensa de Pedro Sánchez.
Un ejemplo paradigmático de lo que sí es periodismo lo llevó a cabo Oriana Fallaci cuando entrevistó al ayatolá iraní Jomeini, más machista incluso que fanático. Obligada a ir con velo a la entrevista, en mitad de la misma se atrevió la italiana a quitárselo en la misma cara del iraní, que salió por piernas horrorizado ante el gesto de desafío de la periodista que se negó a ser una sierva sumisa. En España, tenemos a muchos periodistas que están vetados tanto por la izquierda como por la derecha, véase Federico Jiménez Losantos sin ir más lejos de este periódico. Pero en esta ocasión analizaremos el veto institucional del Parlamento español a dos periodistas que se atreven orwellianamente a preguntar a los políticos lo que no quieren que les pregunten.
La reciente decisión de la mayoría parlamentaria de (ultra) izquierda española, junto a sus aliados en la derecha nacionalista de Cataluña y el País Vasco, de impulsar una reforma del Reglamento del Congreso para expulsar a ciertos periodistas incómodos, calificados como "pseudoperiodistas ultras" por su comportamiento "impertinente y desagradable", pone en el foco la debacle democrática y la devastación liberal que estamos sufriendo en España, donde no solo se pone en la picota al poder judicial desde el poder ejecutivo (sanchista) sino que se atenta desde el legislativo (sanchista) contra la libertad de prensa.
Esta medida, apoyada por todos los grupos salvo el Partido Popular y Vox, y justificada por figuras como Gabriel Rufián de Esquerra Republicana con el "argumento" de que los periodistas censurados no hacen las preguntas que él quiere a los personajes que él decide, evoca paralelismos inquietantes con las prácticas de censura durante la Segunda República, como detalla la tesis de María Carmen Martínez Pineda, La censura de prensa en la Segunda República española (1931-1936). La expulsión de periodistas críticos hoy hay que verlos a la luz de una tradición de la izquierda que se retrotrae a los mecanismos de control informativo de la Segunda República. Sus implicaciones para la democracia española contemporánea son obvios, ya que estamos viviendo un período subrepticiamente constituyente de la mano de la dupla socialista Zapatero-Sánchez, que van del brazo de Puigdemont y Otegi, el PNV y ERC, es decir, los enemigos declarados de España como nación, la monarquía parlamentaria como institución democrática y el Estado de Derecho como paradigma liberal. Se vuelve a repetir el Frente Popular esta vez mirando a Venezuela en lugar de la URSS.
Este julio de 2025 será recordado políticamente por el respaldo de las fuerzas aliadas del sanchismo a la corrupción desarrollada bajo el gobierno socialista y el PSOE. Pero, para rizar el rizo de la degradación institucional, el Congreso español, liderado por esta mayoría de izquierda encabezada por el PSOE con los parásitos nacionalistas succionando todo lo que pueden del Estado español, aprobó una reforma que permite expulsar a periodistas acreditados cuya conducta se considere "impertinente" o "desagradable".
La medida apunta a figuras como Vito Quiles y Bertrand Ndongo, acusados de ser "propagandistas de la derecha y la ultraderecha" por su estilo «gonzo» (un periodismo que se escribe sin pretensiones de objetividad, a menudo incluyendo al reportero como parte de la historia) y su afiliación a medios conservadores. Rufián justificó su apoyo a la reforma con un comentario revelador: "Si usted (por Quiles) me jura que va a preguntar a Abascal por la financiación ilegal de Vox, a Ayuso por las mordidas durante la pandemia de sus familiares y a Mazón qué hacía en El Ventorro mientras su gente se ahogaba, no voto a favor de expulsar a propagandistas." Esta declaración no solo condiciona la legitimidad de un periodista a su disposición a seguir una agenda política específica, sino que refleja una concepción autoritaria en la que el poder político se arroga el derecho de definir quién es periodista y quién no.
La reforma es un síntoma de la deriva bolivariana del gobierno de Sánchez —a rebufo de Zapatero, el gran legitimador del régimen dictatorial de Maduro— con su restricción del derecho fundamental de la libertad de prensa, un pilar clave de una democracia liberal. Al calificar a ciertos periodistas como «pseudoperiodistas», basándose en su comportamiento o afiliación ideológica, se abre la puerta a una censura selectiva que podría ser utilizada por cualquier gobierno, independientemente de su signo político. Ahora bien, como se ha demostrado, la derecha ni siquiera ha pensado que fuese posible censurar a medios como Jordi Évole o el Gran Wyoming cuando hacen el mismo periodismo follonero de Quiles y Ndongo. Esta situación, además, nos recuerda los mecanismos de control informativo de la Segunda República, donde la libertad de prensa, aunque reconocida constitucionalmente, fue sistemáticamente restringida en la práctica. Hagamos un poco de memoria histórica de verdad, no de la dictada por el Ministerio de la Verdad Sanchista.
La tesis de Martínez Pineda ofrece un análisis exhaustivo de la censura de prensa durante la Segunda República, revelando cómo los gobiernos, tanto de izquierda como de derecha, recurrieron a leyes de excepción para limitar la libertad de expresión. La Constitución de 1931 proclamaba la libertad de prensa, pero esta fue socavada por medidas como la Ley de Defensa de la República (1931) y la Ley de Orden Público (1933). Estas leyes permitieron suspensiones masivas de periódicos, multas, incautaciones, detenciones de periodistas y, en algunos casos, la censura previa, especialmente tras golpes de Estado como el golpe derechista de Sanjurjo (1932) y el golpe izquierdista de Asturias (1934).
Durante el primer bienio (1931-1933), bajo el gobierno republicano-socialista de Manuel Azaña, la Ley de Defensa de la República se utilizó para clausurar más de cien periódicos tras el golpe de Sanjurjo, controlando la narrativa oficial y silenciando a medios considerados hostiles, tanto de derechas como de izquierdas críticas. La arbitrariedad fue la norma: las autoridades gubernativas actuaban sin intervención judicial, generando un clima de inseguridad y autocensura. En el segundo bienio (1933-1936), los gobiernos radical-cedistas perfeccionaron el aparato censor, institucionalizando la censura previa y centralizando el control informativo, especialmente tras el golpe de Estado nacional-socialista de Asturias, lo que fue aprovechado por el Frente Popular en 1936 para llevar al límite todas las prácticas censoras previas.
La tesis destaca que la libertad de prensa fue "más teórica que real". Los periodistas enfrentaban sanciones económicas, detenciones y clausuras de sus medios, lo que limitaba su capacidad para informar libremente. La vigilancia de agencias de noticias y corresponsales extranjeros, e incluso la expulsión de estos últimos en casos extremos, refleja un control estatal que no distinguía entre prensa radical y moderada. Sin embargo, hay que reconocerle a la Segunda República coherencia censora porque al mismo tiempo que maniataba periodistas, expulsaba a clérigos como los jesuitas. Estas prácticas no solo restringieron el debate público, sino que erosionaron la calidad democrática de la Segunda República, que, según los estándares actuales del Democracy Index de The Economist, probablemente sería clasificada como un "régimen híbrido" o una "democracia defectuosa" debido a la debilidad de las libertades civiles y la arbitrariedad gubernamental. Algo así como hoy sucede con Marruecos y México.
La expulsión de periodistas críticos del Parlamento español en 2025 comparte similitudes inquietantes con las prácticas de la Segunda República. En ambos casos, se observa el uso de criterios subjetivos para restringir la prensa. Los periódicos eran sancionados por ser "peligrosos para la estabilidad del régimen," un término vago que permitía amplia discrecionalidad. Hoy, la etiqueta de "pseudoperiodista" y los calificativos de "impertinente" o "desagradable" sirven como justificación para excluir a periodistas, basándose en su estilo o afiliación ideológica más que en criterios objetivos.
Por otro lado, la intervención del poder político en la definición del periodismo es otro síntoma de la deriva populista y autoritaria del sistema democrático español. La declaración de Rufián, que condiciona la legitimidad periodística a la disposición de hacer preguntas alineadas con una agenda política, recuerda la vigilancia de la prensa durante la Segunda República, donde el gobierno imponía narrativas oficiales y castigaba cualquier desviación. Esto invierte el rol del periodismo, que debería fiscalizar al poder, no someterse a él.
Como consecuencia de todo lo anterior, padecemos un impacto negativo en cuanto a la pluralidad informativa. Al igual que en la Segunda República, donde la censura afectó tanto a medios radicales como moderados, la expulsión de periodistas críticos en 2025 amenaza con homogeneizar el discurso público, silenciando voces disidentes y reduciendo la diversidad de perspectivas. Lo que en nuestro caso es especialmente grave dado la existencia de una clase periodística adicta al PSOE y la existencia del ente informativo más grande y extenso del país, RTVE, en manos de Pedro Sánchez, que ha puesto a sus marionetas mediáticas Fortes e Intxaurrondo a dirigir el cortijo como también ha sucedido en la Fiscalía de García Ortiz o el CIS de Tezanos.
La decisión de expulsar a periodistas críticos plantea serias preguntas sobre la salud democrática de España en 2025. Según los criterios del Democracy Index de The Economist, la libertad de prensa es un indicador clave de las libertades civiles, una de las cinco dimensiones evaluadas. La intervención gubernamental en la prensa, como se vio en la Segunda República, redujo significativamente la puntuación en este apartado. El paso de la república desde sus orígenes liberales a su final autoritario tiene su muestra más evidente en la degradación progresiva de la libertad de prensa que inició la izquierda. Hoy en día, aunque España mantiene un sistema democrático más robusto, clasificado como "democracia plena" en el Democracy Index de 2023, medidas como la expulsión de periodistas están erosionando esta posición.
The Economist ha criticado recientemente al gobierno de Pedro Sánchez por prácticas que debilitan la democracia, como el uso de recursos estatales para influir en la opinión pública (The Economist, "Pedro Sánchez clings to office at a cost to Spain’s democracy"). La expulsión de periodistas críticos se alinea con esta tendencia, al priorizar el control político sobre la libertad de prensa. Puede parecer mentira para los optimistas ingenuos y los creyentes en que el socialismo en general, y el PSOE en particular, pueden ser salvados para una democracia digna de ese nombre, pero cada cierto tiempo hay que recordar a los Sánchez, Rufián, Fortes, etc. la sentencia de Noam Chomsky de que si no creemos en la libertad de expresión de quien detestamos, no creemos en ella. La libertad de prensa exige tolerar incluso a los "moscas cojoneras" que incomodan al poder, ya que la alternativa—un poder político que decide quién es periodista y qué es la verdad—es un signo peligroso sobre la falta de compromiso democrático y de respeto epistémico. Cabe recordar que a Sócrates lo juzgó y sentenció a muerte un tribunal popular precisamente por ser un tábano intelectual para las atenienses, a los que incomodaba con sus preguntas subversivas. Comparar a Vito Quiles con Sócrates le puede parecer exagerado, estimado lector, pero entonces es que no ha entendido nada hasta ahora.
La experiencia de la Segunda República ofrece advertencias claras para el presente resbaladizo en el que nos dirigimos sin prisa (aunque con acelerones inusitados) pero sin pausa hacia una Tercera República, confederal, de género y populista. La institucionalización de la censura, justificada como una medida para proteger la estabilidad del régimen, terminó debilitando la legitimidad democrática de la República. En paralelo, desde la (ultra)izquierda española, y sus aliados golpi-xenófobos, se está tratando de deslegitimar la misma existencia del adversario político. Como ha manifestado la comunista Yolanda Díaz, su padre (Q.E.P.D.) le enseñó que había que hacer lo que fuera para que no gobernase jamás la oposición política al socialismo. Siendo su ídolo político Fidel Castro todos sabemos lo que tenebrosamente implica dicha creencia.
La exclusión de sectores sociales, como las órdenes religiosas, y la represión de la prensa no solo polarizaron aún más la sociedad en la década de los 30 del pasado siglo, sino que alimentaron la narrativa de un régimen autoritario que sus críticos utilizaron para justificar el golpe de 1936. Aunque el contexto actual es radicalmente diferente, la expulsión de periodistas críticos podría tener efectos similares: polarización, desconfianza en las instituciones y un debilitamiento de la pluralidad informativa.
La actual situación, un sistema donde el poder fiscaliza a la prensa, no solo es un retroceso democrático, sino la plasmación socialista de la memoria histórica en su camino hacia una Tercera República, de facto y apuesto a que de iure, en la que los errores del pasado que la Segunda República pagó caro y seguiremos pagando nosotros, los herederos de Melquiades Álvarez y José Castillejo, representantes de esa Tercera España que la mayor parte ignora y una minoría trata de hacer desaparecer de nuevo. Parafraseando a Martin Niëmoller, primero vinieron a por Vito Quiles, pero guardé silencio porque yo no era Vito Quiles…

