
Karl Marx, ese profeta barbudo del descontento, arrancó su aventura intelectual con una pasión desbordante por la libertad. En sus Manuscritos de economía y filosofía soñaba con un hombre liberado de las cadenas del trabajo alienante, un ser humano que pudiera desplegar sus alas y ser, en una misma jornada, cazador, pescador, ganadero y crítico literario sin que ningún yugo –ni el esclavismo antiguo, ni la teocracia medieval, tampoco el capitalismo plutócrata– le cortara el aliento.
"El alza de los salarios conduce a un exceso de trabajo de los obreros. Cuanto más quieren ganar, tanto más de su tiempo deben sacrificar y, enajenándose de toda libertad, han de realizar, en aras de la codicia, un trabajo de esclavos. Con ello acortan su vida."
A Marx nadie le podrá acusar de un exceso de trabajo de esclavo, salvo el dedicado a la filosofía en la biblioteca del British Museum, pero ello lo podía hacer gracias a estar subvencionado por Engels, el cual a su vez sacaba el capital que mantenía a ambos comunistas del exceso de trabajo a sus obreros explotados en Manchester. Una contradicción, sin duda, pero los comunistas son felices cabalgando –es decir, ignorando olímpicamente– contradicciones.
Como dirá uno de sus intérpretes libertarios, Herbert Marcuse
"La transición de la muerte inevitable del capitalismo al socialismo es necesaria, pero solo en el sentido en que es necesario el pleno desarrollo del individuo... Es la realización de la libertad y la felicidad la que necesita el establecimiento de un orden en el que los individuos asociados determinen la organización de sus vidas."
Pero, ay, como tantas veces ocurre con los grandes visionarios, el camino de Marx se torció hacia un antiliberalismo feroz, abrazando el colectivismo, el paternalismo y un autoritarismo que lo alejó de la senda de la libertad individual, la única real –algo que también le sucedió, por cierto, a Marcuse–. Frente a él, dos socialistas, Robert Owen y Eduard Bernstein, sí supieron tender puentes con el liberalismo, casando sus ideales de justicia social con el Estado de Derecho, la economía de mercado y los derechos humanos individuales.
En los Manuscritos, como decía, Marx destila una pasión romántica por la libertad. Su diagnóstico del capitalismo es descarnado: el trabajador, atrapado en la maquinaria del mercado, se aliena de su propio trabajo, de los frutos de su esfuerzo, de sus congéneres y, en última instancia, de sí mismo. "El hombre es un ser social", escribe, y su libertad solo puede realizarse en una comunidad que le permita desarrollar todas sus potencialidades sin la tiranía del salario. Este Marx joven, con su furia humanista, parece coquetear con el liberalismo de su contemporáneo liberal John Stuart Mill, que también defendía la autonomía del individuo para forjar su propio destino, pero en lugar de mostrar cómo sería un marco institucional acorde con dicha libertad, como también hizo por las mismas fechas Tocqueville, se arrojó de cabeza en la senda de la dictadura autoritaria que en lugar de desembocar en la utopía anarcoide de un comunismo liberador se vertió en la fosa séptica del totalitarismo comunista en sus diferentes versiones leninista, maoísta, etc. ¿Cuándo se jodió el marxismo?
Imagine por un momento, liberal lector, a Marx en un café parisino o un pub londinense, con el pelo alborotado y un cuaderno lleno de tachones, soñando con un mundo donde nadie esté condenado a ser solo un engranaje en la fábrica. Su idea de que el hombre debe ser libre para "cazar por la mañana, pescar por la tarde y criticar después de la cena" tiene un encanto libertario, bohemio y, por qué no, pequeño burgués. Pero aquí empieza el desvío: para Marx, la libertad no es un derecho individual inalienable, sino un proyecto colectivo que exige demoler el capitalismo y sus instituciones políticas: los derechos humanos –descalificados como "burgueses"– y la economía de mercado –vista como ineludiblemente sierva de plutócratas, monopolistas y otras derivadas perversas del libre comercio–. Y en esa demolición, el barbudo de Tréveris negó los cimientos del liberalismo: el individuo, la propiedad privada, la competencia, la ley, los derechos y la pluralidad.
Conforme Marx afila su pluma, la hoz y el martillo en obras como El Manifiesto Comunista (1848) o El Capital (1867), su pasión por la libertad se transforma en una cruzada colectiva que arrasa con los principios liberales. Cuatro pecados capitales lo alejan del liberalismo: su colectivismo militante, su odio a la propiedad privada, su paternalismo utópico y su rendición al autoritarismo. Una cita de Manuscritos señala el momento en que Marx se perdió para el liberalismo, la ilustración, la democracia y la civilización
"El comunismo como superación positiva de la propiedad privada en cuanto autoextrañamiento del hombre, y por ello como apropiación real de la esencia humana por y para el hombre; por ello como retorno del hombre para sí en cuanto hombre social, es decir, humano; retorno pleno, consciente y efectuado dentro de toda la riqueza de la evolución humana hasta el presente. Este comunismo es, como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia y sabe que es la solución."
Como ha demostrado la historia a través de los millones de asesinado por sistemas políticos que se autoproclamaban marxistas no ha habido jamás regímenes más antihumanistas, antinaturalistas y anticientíficos que los que inspiró el más antisemita de los autores judíos.
Marx ve la historia como una dialéctica hegeliana de amos y esclavos, como una batalla genocida entre grupos económicos, como un combate épico entre clases, con el proletariado como héroe destinado a derrocar a la villana burguesía –a la que él mismo pertenecía ejerciendo, además, de parásito del sudor y la sangre de los trabajadores explotados por su cuate Engels, como indicamos antes, pero no entremos en detalles de su infamia personal–. En este relato, el individuo es un secundario, un peón en el gran tablero de la lucha de clases. Mientras los liberales, desde Locke hasta Hayek, defienden los derechos individuales —propiedad, expresión, asociación— como baluartes contra el poder, Marx los desdeña como "derechos burgueses" que perpetúan la desigualdad. En la muy antisemita Sobre la cuestión judía (1843), critica los derechos humanos como egoístas, como si la libertad individual fuera un capricho de la burguesía y no la base de una sociedad libre.
Este colectivismo choca frontalmente con el liberalismo, que ve al individuo como fin en sí mismo. Para Marx, las instituciones liberales —el Estado de Derecho, el parlamentarismo— son meros instrumentos de la clase dominante. Su apuesta por una sociedad sin clases, aunque seductora para los ingenuos que cantan Imagine de John Lennon con los ojos en blanco y un pañuelo de Hamás al cuello, ignora la necesidad de estructuras que protejan al individuo frente al colectivo. Y cuando el colectivo se convierte en el ídolo, la libertad personal queda en la cuneta.
El Marx maduro imagina un paraíso comunista donde la humanidad, liberada de la alienación, vive en armonía. Pero este sueño tiene un regusto paternalista. En su Crítica del programa de Gotha (1875), describe una "dictadura del proletariado" como fase de transición hacia el comunismo. ¿Quién decide cómo se organiza esa transición? ¿Quién interpreta los intereses del pueblo? Marx asume que una vanguardia revolucionaria —o él mismo, en su torre de marfil— sabe mejor que los propios individuos lo que necesitan. Este paternalismo, aunque envuelto en retórica emancipadora, subestima la capacidad de las personas para gobernarse a sí mismas, un pilar del liberalismo.
Mientras un liberal como John Stuart Mill insiste en que la libertad implica equivocarse, experimentar y aprender, Marx parece confiar en que una élite ilustrada guiará a las masas hacia la tierra prometida. La epistemocracia de Platón con ropajes proletarios. Y, como siempre, con alguien, en este caso el propio Marx, que sabe mejor que nadie lo que le conviene a cada uno. Este enfoque top-down, aunque no tan explícitamente totalitario como el de Lenin en El Estado y la revolución, abre la puerta a derivas totalitarias que el liberalismo, con su obsesión por los contrapesos, busca evitar.
Aunque Marx no detalló cómo sería la dictadura del proletariado, su desprecio por las instituciones democráticas burguesas lo aleja del liberalismo. En El Manifiesto Comunista, llama a la revolución violenta para derrocar el orden capitalista, sin preocuparse demasiado por cómo garantizar las libertades en el proceso. Su idea de que el Estado "se extinguirá" en el comunismo final es más un acto de fe que un plan concreto, y deja un vacío donde el poder puede concentrarse en manos de unos pocos.
El liberalismo, en cambio, se construye sobre la desconfianza hacia el poder, sea burgués o proletario. Las constituciones, el Estado de Derecho y la separación de poderes son herramientas para limitar la tiranía, algo que Marx nunca entendió ni abrazó. Su apuesta por la revolución, sin un mecanismo claro para proteger las libertades individuales, lo convierte en el antiliberal por excelencia.
Frente al callejón sin salida de Marx, dos socialistas, Robert Owen y Eduard Bernstein, muestran que es posible soñar con justicia social sin renunciar al liberalismo. Sus enfoques, uno utópico y otro reformista, demuestran que el socialismo puede convivir con el Estado de Derecho, la economía de mercado y los derechos humanos individuales.
Robert Owen, el empresario galés que convirtió su fábrica de New Lanark en un laboratorio de socialismo utópico, demostró que se podía mejorar la vida de los trabajadores sin incendiar el sistema. En el siglo XIX, cuando la revolución industrial trituraba almas, Owen creó comunidades cooperativas donde la educación, el trabajo digno y la cooperación sustituían la explotación salvaje. Su rechazo a la lucha de clases y su apuesta por la reforma gradual lo acercan al espíritu liberal, que valora el progreso sin violencia.
Owen no era un liberal en el sentido clásico: su visión comunitaria tenía un toque paternalista, y no se preocupó por construir instituciones democráticas formales. Pero su énfasis en la educación y el bienestar humano, sin recurrir a la coerción, lo hace compatible con un liberalismo progresista. Si hubiera integrado el sufragio universal y los derechos individuales en sus comunidades, habría sido un precursor del socialismo democrático. Su legado, que inspiró el cooperativismo y el laborismo, prueba que se puede ser socialista sin despreciar la libertad.
Eduard Bernstein, el "revisionista" alemán que influyó en el socialismo británico, lleva la compatibilidad con el liberalismo a otro nivel. En El socialismo evolucionista (1899), Bernstein rompe con el dogma marxista y defiende que el socialismo debe lograrse dentro del marco de la democracia liberal. Para él, el sufragio universal, los sindicatos y las reformas parlamentarias son las herramientas para construir una sociedad más justa, sin necesidad de revoluciones ni dictaduras.
Bernstein abraza el Estado de Derecho y las libertades individuales como pilares de su socialismo. A diferencia de Marx, no ve el capitalismo como un enemigo a destruir, sino como un sistema que puede reformarse para garantizar derechos sociales y económicos. Su apuesta por la democracia representativa y los derechos humanos lo convierte en un socialista con corazón liberal, precursor de la socialdemocracia moderna que ha dado forma a Europa. Un siglo después de Bernstein, el más grande de los socialdemócratas contemporáneos, Helmut Schmidt le escribía a Hayek: "Ahora todos somos hayekianos". Los socialdemócratas son lentos, pero terminan comprendiendo que 2+2=4, mientras que más a la izquierda nunca terminarán de tratar de convencernos, como el Bernstein de 1984 por las buenas o preferiblemente por las malas, de que 2+2=5.
Marx comenzó como un poeta de la libertad, pero su viaje lo llevó a un antiliberalismo que priorizó el colectivo sobre el individuo, el paternalismo sobre la autonomía y la revolución sobre las instituciones. Su visión de la emancipación, aunque inspiradora, ignoró la necesidad de proteger las libertades individuales mediante el Estado de Derecho y la democracia. En cambio, Robert Owen y Eduard Bernstein muestran que el socialismo puede casarse con el liberalismo: Owen con su reformismo práctico y Bernstein con su fe en la democracia y los derechos humanos.
El liberalismo, con su obsesión por limitar el poder y garantizar la libertad individual, ofrece un antídoto contra los excesos del colectivismo marxista. Mientras Marx soñaba con un paraíso sin clases, Owen y Bernstein entendieron que la justicia social no tiene por qué sacrificar la libertad. En un mundo donde las utopías siguen tentando a los corazones ardientes, su ejemplo nos recuerda que la libertad es un compromiso ético y existencial que no admite atajos revolucionarios, recetas simplistas y activistas populistas. Entre el neoliberalismo y el noliberalismo, la elección es obvia.
