
La Unesco alerta de la "crisis mundial sin precedentes" del profesorado y urge a "revalorizar" la profesión. Sin embargo, como señala Gregorio Luri, no se pregunta la misma Unesco si sus propuestas educativas tienen algo que ver con esta evidente crisis. Mientras tanto, El Corte Inglés, desde hace semanas, nos anuncia la "vuelta al cole" con un chico que proclama feliz que quiere volver a clase, lo que me ha recordado a Gramsci, que recomendaba el optimismo de la voluntad frente al pesimismo de la razón.
Hay alumnos, los excelentes, que efectivamente quieren volver a clase. El problema es que el sistema conspira contra ellos y solo cuentan con unos pocos profesores entregados a la causa educativa en cuerpo y alma. La Unesco, Luri y El Corte Inglés me han recordado una conversación que tuve hace pocos cursos con una profesora que se iba a jubilar. Como yo daba clase después de ella, podía admirar la claridad, el orden y la belleza de sus esquemas en la pizarra. Además, los alumnos me comentaban que era una profesora seria "que explicaba muy bien". Que un profesor explique bien no significa que apruebe a todo el mundo ni que use mucho las nuevas tecnologías, sino que, armada con una tiza clásica en una pizarra de toda la vida, sepa comunicar contenidos complejos de manera sencilla. Lo que hacía Sócrates hace dos mil quinientos años.
Lo que me contó esta profesora que se iba a jubilar es que, en realidad, ella no quería jubilarse; de hecho, se podía haber jubilado un par de cursos antes, pero le gustaba la profesión. Ahora bien, las nuevas leyes educativas socialistas —culminando en la LOMLOE—, con su querencia por bajar el nivel educativo de los alumnos para mejorar la estadística de aprobados y aumentar la burocracia sobre los profesores, con la excusa tecnológica pero para tenerlos más vigilados (y sumisos), hacían que el centro educativo, que hasta ahora había sido su hogar docente, se convirtiese en un lugar inhóspito donde prosperan, esto ya lo digo yo, alumnos mediocres aliados de profesores acomodaticios y familias que, desde el inicio de curso, están planeando reclamar las calificaciones finales para conseguir en los despachos lo que no pueden en las aulas.
Del mismo modo que la arquitectura posmoderna ha llenado España de edificios espantosos (véase el edificio Mirador en Sanchinarro o el edificio Sol en Castellón), la pedagogía posmoderna está devastando el sistema educativo dejando un rastro pavoroso de profesores de verdad sustituidos por "educadores", una combinación de animadores socioculturales y adoctrinadores de pacotilla. Así como un payaso en un castillo no se convierte en rey, pero convierte el reino en un circo, los "profes" que están sustituyendo a los auténticos profesores (los reconocerán porque usan la impostura del lenguaje inclusivo que propugna el Ministerio de Educación en lugar del español de alto nivel que recomienda la RAE) están transformando el sistema educativo en un erial, una tierra baldía en la que la palabra "deber" se proscribe en todos los sentidos, la excelencia se considera un atentado contra la igualdad y el conocimiento mismo es considerado un privilegio espurio.
¿Cómo es posible que en Singapur tengan un 40% de alumnos excelentes mientras que en España solo tenemos un 6% y descendiendo? Por el contrario, Singapur tiene un 8% de estudiantes mediocres, frente a un 27% en España, según los últimos datos de PISA 2022. Esta brecha no es un capricho del destino, no está escrita en las estrellas ni, mucho menos, en los genes asiáticos y españoles; es el resultado de sistemas educativos que, como arquitecturas opuestas, construyen edificios radicalmente distintos: uno, en Singapur, un rascacielos de precisión y excelencia; el otro, en España, unas favelas (las llaman "autonomías") desordenadas (lo denominan "federalismo") donde la burocracia (que pasa por "digitalización") y la mediocridad (dicen que es "inclusividad") están ganando terreno.
Singapur, país que en 1965 era más pobre que muchos de sus vecinos asiáticos y al nivel de varios africanos, ha convertido la educación en el motor de su milagro económico. Su sistema, centralizado y meritocrático, selecciona a los mejores graduados universitarios para ser profesores, les paga salarios competitivos (entre 2.500 y 4.000 euros al mes para empezar) y les otorga un prestigio social comparable al de médicos o ingenieros. Nada de "profes". El currículo, breve pero profundo, se centra en habilidades prácticas, matemáticas y ciencias, con un enfoque en el pensamiento crítico que recuerda al método socrático: claridad, rigor y profundidad. Los estudiantes son agrupados por capacidad desde temprana edad, permitiendo una enseñanza personalizada que reduce al mínimo (8%) a los alumnos rezagados. La cultura del esfuerzo impregna todo: los padres invierten en tutorías (el 80% de los niños las usa), y los estudiantes, incluso los de entornos humildes, superan el promedio mundial gracias a intervenciones tempranas. El resultado es, como decíamos, una gran proporción de alumnos en los niveles más altos de PISA en matemáticas y una estabilidad envidiable incluso tras la pandemia.
En España, en cambio, el sistema educativo se asemeja a un edificio posmoderno, bien intencionado pero lastrado por su propia impostura, ya que "no dejar a nadie atrás" lo interpretan los políticos y pedagogos posmodernos como impedir que avancen los que tienen más inteligencia, deseo de aprender y voluntad de trabajo. «Hasta el infinito pero en negativo, y más allá» podría ser el lema de los que claman contra la excelencia, los deberes y el mérito. La descentralización, con 17 comunidades autónomas gestionando la educación, genera desigualdades. Castilla y León brilla con resultados cercanos a Finlandia, mientras regiones como Cataluña, Andalucía y Canarias languidecen por debajo del promedio.
La LOMLOE, con su énfasis en competencias (un vacío elevado a la nada y envuelto en banalidad) en lugar de los clásicos parámetros educativos de contenidos, procedimientos y actitudes, y en reducir el fracaso escolar a toda costa, ha rebajado la exigencia académica en un intento de maquillar estadísticas. Pero el precio es alto: un 6% de alumnos excelentes en matemáticas (frente al 9% de media de la OCDE) y una caída constante desde 2012, agravada por los cierres prolongados durante la pandemia. Los profesores, atrapados en un laberinto burocrático, dedican horas a rellenar formularios digitales en lugar de preparar clases magistrales como las de aquella profesora jubilada, armada solo con tiza y claridad socrática.
La pedagogía posmoderna, con su obsesión por la inclusión mal entendida y las tecnologías como fin en sí mismo, ha relegado al profesor clásico a un segundo plano, sustituido por "educadores" que, en el mejor de los casos, actúan como animadores o gestores de aula, en el peor, como adoctrinadores tóxicos. Mientras Singapur invierte el 20% de su presupuesto nacional en educación (3% del PIB), España dedica un 4,5% del PIB, pero lo diluye en un sistema fragmentado donde la pobreza infantil (que afecta al 25% de los niños) agrava las brechas: en España, la brecha socioeconómica resta 93 puntos en matemáticas.
La diferencia no está en los recursos, sino en la visión. Singapur ha construido un sistema donde la excelencia es el estándar y la mediocridad, una excepción. España, en cambio, parece conformarse con un aprobado general que, como decía Gregorio Luri, confunde equidad con igualitarismo. De hecho, hemos pasado al sobresaliente general (dado que se evalúan competencias que, por definición, tienden al infinito), no solo un engaño estadístico, sino un fraude pedagógico y un suicidio colectivo. Si queremos revertir ese 6% de excelencia y ese 27% de mediocridad, necesitamos recuperar el espíritu socrático: menos burocracia, más rigor; menos postureo tecnológico, más profesores que expliquen con claridad; menos leyes que rebajen el nivel y más sistemas que eleven a todos sin sacrificar a los mejores. Porque, como en la arquitectura, un edificio educativo mal diseñado no solo es feo: se derrumba.
En el fondo, una pedagogía woke que tiene uno de sus referentes en Paulo Freire, un maestro que pasó de enseñar a leer a los campesinos a escribir Pedagogía del oprimido, donde transformó la pedagogía en activismo político y adoctrinamiento ideológico. Freire amaba a sus campesinos tanto como odiaba a los burgueses, por lo que en lugar de propugnar métodos de enseñanza eficaces quiso convertir a los profesores en activistas (disimulan llamándolos "educadores") para la guerra cultural y la batalla ideológica. Ya no se trataba de adquirir conocimientos sino de crear émulos de la guardia roja de Mao o las camisas pardas de Goebbels. Ya no se trata de enseñar y de aprender sino de manipular y jugar a la revolución.
Da igual que se enseñe Filosofía, Economía, Lengua española, Literatura universal, Física, Griego... el gran objetivo de un profesor es ayudar a que sus alumnos se conviertan en lectores cultos e inteligentes. Para ello, hay que aplicar cinco reglas pedagógicas alejadas de la actual moralina decrecentista que domina en el Ministerio de Educación y las diversas Consejerías: priorizar la enseñanza clara y rigurosa, fomentar la excelencia sin igualar a la baja, dignificar la profesión docente (nada de "profes" ni "educadores", sino profesores conscientes de su autoridad), centrarse en contenidos profundos y rechazar el adoctrinamiento. Así, España podría abandonar su caótico "edificio posmoderno" educativo y construir un sistema que, como el rascacielos de Singapur, eleve a todos sin sacrificar a los mejores.
