
Hace justo un siglo, en 1925, las plazas de toros de España vibraban con un espectáculo que atraía a miles de aficionados. La fiesta brava, arraigada en la tradición, vivía un momento de renovación, impulsada por toreros que combinaban valor, técnica y carisma. En Madrid, Sevilla y otras ciudades de España, Francia e Hispanoamérica, las corridas eran el centro de la vida social, sin que el fútbol les hiciera competencia, y los nombres de los matadores protagonizaban las conversaciones de los espectadores.
Juan Belmonte era la figura más destacada de la época. Su forma de torear, caracterizada por la quietud y la cercanía al toro, transformó el arte de la lidia. En 1925, consolidado como una estrella, garantizaba los llenos en las plazas. Cada pase suyo, ejecutado con precisión y riesgo, cautivaba al público y redefinía lo que significa ser torero. Fue el padre de la tauromaquia moderna.
Rafael "El Gallo", por su parte, tenía un estilo menos técnico, pero lleno de espontaneidad. Ya no estaba en su apogeo, pero seguía siendo capaz de generar momentos de emoción con faenas imprevisibles que reflejaban su personalidad única. Ignacio Sánchez Mejías era otra figura central. Con un toreo elegante y calculado, combinaba valentía con sensibilidad poética. En 1925, estaba en plena forma. La foto en la cabecera del fallecido Joselito es una de las grandes fotos españolas del siglo XX. Lamentablemente, en 1934 protagonizaría la más bella y trágica elegía de la literatura española.
Entre los toreros emergentes, Marcial Lalanda comenzaba a hacerse un nombre. Su enfoque técnico y su habilidad para adaptarse a diferentes tipos de toros lo convirtieron en una promesa sólida. Por otro lado, Cayetano Ordóñez, conocido como el Niño de la Palma, empezó a brillar con un toreo de corte andaluz, lleno de naturalidad. Las plazas de toros, desde Las Ventas hasta la Maestranza, eran escenarios de pasión y debate. Cada corrida era un acontecimiento que reunía a personas de todos los ámbitos, y los toreros de 1925, con sus estilos diversos, mantenían viva la esencia de una institución cultural que era a la vez tradición, espectáculo y arte. La fiesta más culta del mundo, Lorca dixit.
Por cierto, los caballos todavía morían en la plaza, pero faltaba poco para que la obligatoriedad del uso del peto defensivo se implementase en 1928 con la dictadura de Primo de Rivera.
La tauromaquia, en este gran apogeo, atraía a figuras de la cultura, la política y las artes, que encontraban en la plaza un espacio para el espectáculo y la conversación. Entre los asistentes habituales estaba Federico García Lorca, el poeta granadino cuya pasión por el toreo trascendía lo meramente estético. En 1925, Lorca, inmerso en la creación de sus primeras obras, frecuentaba las plazas, fascinado por el simbolismo y la intensidad del rito taurino. Otro rostro conocido era Ramón del Valle-Inclán, el escritor modernista cuya figura estrafalaria no pasaba desapercibida en los tendidos. Aficionado al toreo, Valle-Inclán observaba las faenas con ojo crítico, y sus comentarios, a menudo mordaces, reflejaban su interés por el drama y la estética de la lidia. En 1925, su presencia en las plazas madrileñas era casi tan esperada como la de los propios toreros. Sus grandes aficiones eran la pintura, el baile y los toros, a los que consideraba una forma de educación y una fiesta de la belleza.
En el ámbito artístico, pintores como Ignacio Zuloaga no faltaban a las citas taurinas. Su fascinación por el toreo, que plasmaba en lienzos vibrantes, lo llevaba a las plazas para captar la esencia de los toreros y los toros, que consideraba símbolos de la España profunda. En 1925, Zuloaga era un espectador atento, siempre con un cuaderno de bocetos a mano.
También se podía ver a intelectuales de la Generación del 27, como Rafael Alberti, que en esta época comenzaba a frecuentar las corridas, atraído por la mezcla de tradición y modernidad que el toreo representaba. Aunque su interés era aún incipiente, la plaza era para él un lugar de encuentro con otros creadores y un escenario que nutría su imaginario poético.
Un crítico influyente fue nada menos que Manuel Machado, poeta de la Generación del 98 y hermano de Antonio Machado, quien escribía sobre toros en publicaciones como El Liberal. Machado aportaba a la crítica taurina una sensibilidad lírica que enriquecía sus comentarios. En 1925, sus crónicas destacaban por su enfoque en la belleza del toreo, especialmente cuando describía a toreros como Ignacio Sánchez Mejías, con quien compartía afinidad cultural.
José María de Cossío, aunque aún no había publicado su monumental obra Los toros (que vería la luz años después), ya era una figura emergente en la crítica taurina. En 1925, colaboraba en diversos medios y asistía a las corridas con un ojo erudito, recopilando datos y observaciones que luego consolidarían su reputación como uno de los grandes historiadores del toreo. Su enfoque era más enciclopédico, pero sus comentarios ya reflejaban un profundo conocimiento del arte taurino.
Uno de los críticos más destacados, pero contra la tauromaquia, era Eugenio Noel, un escritor y ensayista conocido por su rechazo al "flamenquismo" y a las tradiciones que consideraba atrasadas. Noel, en sus textos y conferencias, criticaba las corridas de toros como un espectáculo que perpetuaba una imagen estereotipada y bárbara de España. En 1925, su postura antitaurina lo situaba en la periferia del debate cultural, pero sus escritos, como los publicados en revistas literarias, eran influyentes entre quienes abogaban por una renovación de las costumbres nacionales.
Cien años después, la fiesta brava ha renacido y vivimos una nueva edad de oro del toreo. En los últimos 25 años, la tauromaquia ha contado con una serie de figuras que han marcado profundamente su evolución y consolidación, conformando un entramado de estilos y leyendas que conviven con la mística de José Tomás y Morante de la Puebla, protagonistas indiscutibles de esta edad de oro contemporánea. En la coincidencia de sus trayectorias —el ascetismo hierático del uno, la exuberancia estilística del otro— se cifra esta edad de oro inconcebible; como si la historia, que suele centrarse en lo particular, hubiera decidido por una vez imitar la poesía de la que hablaba Aristóteles: lo universal en carne viva. Como afirmaron Valle-Inclán y Ramón Pérez de Ayala, refiriéndose a Belmonte, pero aplicable también a Tomás, Morante o ambos:
«Era menester que, en el arte de lidiar reses bravas, se produjese un artista máximo, de no menor jerarquía que otros artistas, de idéntica consideración, en otras Bellas Artes. Y llegó Belmonte, el artista máximo, el redentor que salvó y purificó las corridas de toros de toda fealdad y repugnancia, que parecían serle consustantivas, hasta elevarlas a puro concepto estético».
Y no están solos estos toreros puristas en su concepción del toreo en esta constelación. A su alrededor, como estrellas que orbitan en distintos planos, brillan figuras que han sostenido y expandido el arte del toreo en el último cuarto de siglo. Enrique Ponce, maestro de maestros, ha sido quizá el más constante de todos: desde principios de los noventa hasta su retirada provisional en 2021, desplegó, tarde tras tarde, una elegancia refinada y un dominio técnico que le permitieron lidiar y triunfar en más de dos mil corridas, siempre con la serenidad de quien se sabe dueño de su oficio y señor del tiempo. Su toreo, paciente y armónico, ha sido un hilo de continuidad entre generaciones.
A su lado, Julián López "El Juli", precoz prodigio convertido en referencia histórica, ha demostrado que la ambición puede ir de la mano de la depuración técnica. Sus faenas memorables y cifras récord lo confirman. Miguel Ángel Perera, con su poder y temple, y Sebastián Castella, aportando personalidad y un acento francés, han enriquecido el panorama. Y, entre los más jóvenes, Andrés Roca Rey ha irrumpido como un vendaval peruano, derrochando valor y magnetismo en las plazas más exigentes, arrastrando a las nuevas generaciones a la pasión taurina.
Todos ellos, junto a José Tomás y Morante de la Puebla, han mantenido viva la llama en un siglo adverso, recordando que la tauromaquia no es solo un espectáculo ni un reducto folclórico, sino un arte mayor donde la belleza sigue exigiendo la verdad y donde la verdad, casi siempre, se paga con sangre. Como también defendía Valle-Inclán, el toreo es una escuela de la vida en la que se enseña a mirar con serenidad a la muerte.
Hoy día, las plazas españolas se llenan, de Almería a Pontevedra, de Azpeitia a Almagro; los jóvenes están cada vez más interesados, nuevas hornadas de toreros triunfan, de Pablo Aguado a Diego Luque, pasando por la fulgurante irrupción de Tomás Rufo, que ya ha abierto la Puerta del Príncipe y se ha ganado a Las Ventas, o la constancia de Ginés Marín, capaz de mantener presencia en ambas plazas con faenas de alto nivel. Por no hablar de la faena histórica de David de Miranda en la Malagueta, reviviendo la emoción de José Tomás jugándose la vida poniendo el corazón, literalmente, en los cuernos del toro. Aguado, con su toreo clásico y depurado, ha conquistado Sevilla y Madrid, mientras que Rufo encarna la fuerza de una generación que combina ambición y temple. Luque, aunque con un camino más discreto, forma parte de esa misma promoción que mantiene viva la tradición, alimentando la expectativa de un futuro donde las figuras se forjen a base de valor, técnica y tardes grandes en los cosos más exigentes.
Y, por si fuera poco, el novillero Julio Norte se ha destacado como el triunfador del Circuito de Novilladas de Castilla y León 2025, deslumbrando en la final celebrada en Herrera de Pisuerga con dos orejas en su segundo novillo y otra en el primero, demostrando temple y compromiso. En la segunda novillada nocturna de Las Ventas, tres jóvenes talentos aspiran a dejar su huella: Nino Julián, que debuta en Madrid tras una sólida campaña en Francia; Mariscal Ruiz, que regresa tras una aparatosa cogida con la determinación de mostrar una versión más madura de sí mismo; y Juan Alberto Torrijos, recién debutado con picadores y con un gran triunfo en la Feria de Fallas de Valencia.
Durante la Feria del Toro de San Fermín, tres novilleros abrirán la temporada en Pamplona: Aarón Palacio, con orejas cortadas en Sevilla, Madrid y Valencia, y presencia destacada en Bilbao; El Mene, ganador de tres certámenes importantes como la Vid de Oro, el Alfarero de Oro y el Circuito de Castilla y León; y Bruno Martínez, recién llegado de México, con formación en la escuela de Huesca y ansias de hacerse notar en España.
También en Madrid, en la primera novillada del año en Las Ventas, actúan Diego Bastos, con pasos ya dados en San Isidro y la Feria de Otoño; Mariscal Ruiz, debutando como novillero picado en la plaza; y Emiliano Osornio, novillero mexicano con premios prestigiosos en Arnedo y Villaseca, que aportará estilo propio desde México.
Esta edad de oro se perfila contra un fondo de animosidad y censura por parte de la izquierda en el poder, aliada de los nacionalistas, que la persigue, acosa y trata de prohibirla, impulsando leyes autonómicas para vetar festejos, como la conocida prohibición de las corridas en Cataluña impulsada por la coalición ERC-CUP y la voz de ultraizquierda de Ernest Urtasun, que desde nada menos que el Ministerio de Cultura ha respaldado medidas para erradicar la tauromaquia, retirando subvenciones a escuelas taurinas, condicionando la programación cultural y ejerciendo una presión mediática constante para presentar la tauromaquia como un vestigio intolerable, con el objetivo final de expulsarla del espacio público y borrarla de la memoria colectiva.
Urtasun fue obligado a rectificar por el Tribunal Supremo, a instancias de la Fundación Toro de Lidia, su censura a las corridas de toros para que estuvieran incluidas dentro del Bono Cultural Joven que el Gobierno concedió a los jóvenes que cumplieron 18 años durante 2023. El Tribunal Supremo anuló por falta de justificación la exclusión de los espectáculos taurinos del ámbito de aplicación del Bono Cultural Joven; esta exclusión se justificó en que no eran subvencionables los espectáculos taurinos, además de los deportivos, junto a la adquisición de productos de papelería, libros de texto curriculares (impresos o digitales), equipos, software, hardware y consumibles de informática y electrónica, material artístico, instrumentos musicales, moda y gastronomía.
El tribunal le recordó a Urtasun que fue el mismo legislador el que ha establecido que la tauromaquia es patrimonio cultural. Añade que el Tribunal Constitucional también ha dejado clara esa misma naturaleza cultural de los espectáculos taurinos, que el Real Decreto impugnado no niega, sino que, al contrario, parte de que poseen esa naturaleza y, por eso, tiene que excluirlos expresamente.
Y es que precisamente esta edad de oro de la tauromaquia obedece en parte al cuestionamiento por parte de la izquierda y los nacionalistas de lo que significa España y ser español. Los nacionalistas son tan enemigos de España que ignoran la mera denominación y se refieren al país como "Estado español". Por otra parte, la izquierda se ha sometido a los dictados de los nacionalistas tanto por cálculo electoral como por haber cedido la bandera del patriotismo a la derecha, refugiándose en un banal, superficial y vacío concepto de "patriotismo constitucional" que hace que adopten cualquier banderola ideológica antes que la española.
De resultas de este negacionismo de lo español surge una reivindicación de lo taurino como representativo de la esencia de España más allá de ideologías y banderas. Picasso, Bergamín y Lorca son los representantes más genuinos tanto de la españolidad como de la tauromaquia, no entendiéndose la obra y vida de todos ellos sin las corridas de toros, de la simbología del Guernica a la lírica elegiaca de Llanto por Ignacio Sánchez Mejías hasta el arte del birlibirloque taurino de ese maestro Jedi del reverso tenebroso del españolismo que fue Bergamín, con tanta querencia por los terroristas vascos como por los toreros sevillanos.
El toreo se ha caracterizado por ser una actividad paradójica, en principio tan imposible como aunar lo místico y lo monstruoso. El torero es a la vez matarife, gladiador, artista de actuación, sacerdote tribal y atleta. El toro, por su parte, es animal imponente, fuerza telúrica, dios sagrado, bestia sacrificial y carne de cañón. Desde sus orígenes en los mataderos no ha dejado de ser una feria para disfrute del pueblo festivo, «¡música, maestro!» se grita desde las gradas después de los dos primeros buenos pases, pero con el paso de los siglos ha ido alcanzando también una dimensión mitológica a la par que intelectual, lo que Federico García Lorca denominó "la fiesta más culta que existe". Contiene en una sola función la fuerza de una pelea de gallos, la potencia lírica de una ópera de Wagner y los matices del gesto de Buster Keaton, cuya seriedad en la expresión, riesgo en los gags, gracia en la mímica y coraje en el talante lo convierten en el cineasta más apropiado para haber interpretado a un matador.
Que esa combinación de desolada muerte rodeada de la más deslumbrante belleza, como describió el poeta granadino a la tauromaquia, siga existiendo en un siglo XXI occidental cada vez más pasteurizado y deshumidificado es un milagro de la perseverancia de unos aficionados que han vivido excomuniones vaticanas y prohibiciones borbónicas con la indiferencia con la que los santos cristianos escuchaban las amenazas de torturas de quienes les conminaban a abandonar su fe o afrontar torturas hasta la muerte. Un taurino lleva tatuado en el alma aquello de que más cornás da el hambre y prefiere afrontar el riesgo del infierno en la excomunión a una feria en su pueblo sin corridas.
Pero si ya es milagro que sigan existiendo las corridas en pleno siglo XXI dominado por la sensiblería, la hipocresía y los dogmas políticamente correctos, se adentra de lleno en la imposibilidad metafísica y la contradicción lógica que, además, estemos viviendo una edad de oro del toreo.
