
Un cristal antibalas protege a la Mona Lisa. Los candidatos más probables a querer tirotearla son algún talibán islamista, una feminista trans-queer o un activista vegano por la emergencia climática. En suma, alguien de la pinza islamo-ultraizquierdista que últimamente nos ha deleitado cantando la Internacional en árabe en pleno Bilbao. Si Sabino Arana levantase su racial cabeza racista… Tampoco hay que descartar a los que simplemente están zumbados, indistinguibles de aquellos. En 2007 una mujer besó un cuadro blanco del artista estadounidense Cy Twombly dejando la marca de carmín de sus labios en el lienzo. La botarate defendió que su beso era "un acto de amor y un acto artístico". Durante la guerra de Vietnam en 1974, un artista escribió con spray rojo la frase Kill Lies All (Matar todas las Mentiras) sobre el Guernica de Picasso en el MOMA de Nueva York. La clave está en la palabra "matar". No acabar con las mentiras ni borrar las mentiras, sino matar. Integrante del colectivo Art Workers’ Coalition, su acto fue una reacción al indulto que el presidente Richard Nixon había otorgado a William Calley, único oficial del ejército estadounidense juzgado por la matanza de My Lai de 1968, durante la guerra de Vietnam. Que el Guernica sea el símbolo antibélico supremo y Picasso el tótem por antonomasia del artista como sacerdote supremo no le libró de ser vandalizado como le ha pasado a la obra del más humilde José Garnelo, Primer homenaje a Cristóbal Colón en el Museo Naval de Madrid. Curiosamente, a ninguno de estos concienciados talibanes le da por quemarse a lo bonzo. Son idiotas pero no tontos; más bien, espabilaos.
Pero la cuestión no es una mera travesura de veganos a los que les falta algún nutriente esencial, sino que los activistas de izquierdas defienden que el arte es esencialmente político y subordinado a fines no estéticos sino de agenda sectaria. Y por ello defienden un arte politizado. Los artistas en tiempos de Lenin y Stalin tenían que someterse al proletariado y sus gustos, véase realismo socialista. Para imponer un Estado totalitario y domesticar a la sociedad civil, los políticos deben someter en primer lugar a los artistas. Eisenstein empezó su apología de la revolución bolchevique en Octubre (1928) con una muchedumbre derribando una gran estatua del zar. Eisenstein sabía perfectamente que los bolcheviques no solo habían destruido el arte de procedencia aristocrática y religiosa, sino que habían asesinado de la manera más cobarde, cruel y ruin al zar y toda su familia, también a las mascotas familiares. El propio Eisenstein y el compositor de la película, Shostakovich, terminaron siendo purgados por los bolcheviques. Cuando desde la izquierda se proclama que no se cree en la autonomía del arte, en realidad quieren decir que no admiten la superioridad ética, estética y, a más inri, política de los artistas, cuyo reino es de este mundo, pero no dentro de la órbita de los politicastros de turno y los activistas resabiados.
Claro que la vandalización del arte no es solo cuestión de los izquierdistas y los islamistas. Desde que hay arte hay vándalos que han causado atropellos en las obras de arte. En nombre de la fe religiosa, el conservadurismo o el progresismo cultural, necesidades militares o intereses económicos, incluyendo, obviamente, la ideología política, el arte ha sido sometido a la disciplina del martillo, el hacha y el fuego. A veces, al vandalismo lo llaman "restauración" o "modernización". Véase lo que han hecho con Notre Dame de París, primero destruida por el fuego y luego asaltada por los delirios posmodernos de Macron. Los romanos destruyeron el Templo de Salomón sin pestañear y los iconoclastas cristianos bizantinos y luteranos destruyeron las imágenes que encontraban en las iglesias recordando aquello de Éxodo 20:4-5 sobre «no te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra».
Últimamente, "solo" se arroja pintura por parte de activistas climáticos o forajidos veganos, lo que supone sin duda un avance. No tuvo tantos reparos una feminista británica, cuyo nombre preferimos obviar para no concederle el tributo de la memoria histórica, cuando castigó a hachazos la espalda y el culo de la Venus de Velázquez expuesta en la National Gallery de Londres. Y es que la política sectaria es la más agresiva enemiga de las artes. Ahora llaman «descolonización» a lo que antes denominaban «acabar con el arte burgués» (bolcheviques) o «destruir los atributos de la realeza» (jacobinos).
Pero en la era contemporánea, el vandalismo artístico contra obras de arte se ha convertido en una forma recurrente de protesta política, particularmente asociada con movimientos de izquierda. Desde el lanzamiento de sopa sobre pinturas icónicas hasta la destrucción de estatuas históricas, estos actos no solo dañan el patrimonio cultural, sino que revelan una patología subyacente en la ideología socialista. El vandalismo artístico en Occidente representa una manifestación entre lo neurótico y lo psicopático de la izquierda política, donde la ansiedad colectiva (neuroticismo) se mezcla con una falta de empatía y un impulso destructivo (psicopatía). Sin embargo, aunque vandalizar obras de arte es grave, es un acto preferible a la destrucción de los propios artistas, como ocurrió con los innumerables creadores silenciados o desaparecidos en los gulags soviéticos bajo regímenes de izquierda totalitaria.
La historia reciente está repleta de incidentes donde activistas de izquierda han atacado obras de arte para promover sus agendas. Un caso emblemático es el de los activistas climáticos de Just Stop Oil, quienes en octubre de 2022 arrojaron sopa de tomate sobre el cuadro Los Girasoles de Vincent van Gogh en la National Gallery de Londres. Los perpetradores justificaron su acción como una llamada de atención al cambio climático, argumentando que «el arte no vale más que la vida», lo que es como decir que Las meninas del Prado no valen más que un tomate del Mercadona.
Otro ejemplo más lejano, pero especialmente significativo, proviene de las protestas del movimiento Black Lives Matter (BLM) en 2020, donde estatuas de figuras históricas como Cristóbal Colón, Cervantes y confederados sureños fueron derribadas o pintadas en ciudades estadounidenses y europeas. Estos actos se enmarcaron en una crítica al racismo sistémico, pero resultaron en la destrucción de arte público valorado en millones. En Reino Unido, la estatua de Edward Colston fue arrojada al río y la de David Hume fue boicoteada como una celebración de la "justicia histórica", lo que sería aplaudido por los talibanes que destruyeron a bombazo limpio unas estatuas de Buda. Nuestros progresistas compiten con los talibanes por el liderazgo respecto a la barbarie cultural.
Estos ejemplos ilustran un patrón: la izquierda política recurre al vandalismo artístico porque la violencia forma parte congénita del socialismo hegemónico, por muy progresista y pacifista que se disfrace, con el arte convirtiéndose en chivo expiatorio de frustraciones ideológicas más profundas. La izquierda totalitaria del siglo XX, como en los gulags soviéticos, fue mucho más allá al perseguir y destruir a los propios artistas. Intelectuales, poetas y pintores como Osip Mandelstam, Isaac Babel y otros fueron encarcelados, torturados o ejecutados por su disidencia artística o ideológica. Si bien el vandalismo actual daña objetos, la eliminación de creadores en los gulags representa una tragedia humana incomparable, recordándonos que el arte, aunque valioso, no se equipara al costo de vidas humanas. Pero la línea que separa el vandalismo artístico del terrorismo hacia los artistas es difusa. Se comienza arrojando sopa a pinturas y se termina echando ácido sulfúrico a artistas que no se pliegan al realismo socialista, el lado correcto de la historia del arte o cualquier otra patochada revisada por pares en revistas académicas de postín.
Desde una perspectiva psicológica, el vandalismo puede interpretarse como una respuesta a motivaciones como la búsqueda de atención, la ideología política o la venganza. El neuroticismo —caracterizado por ansiedad, inestabilidad emocional y tendencia a percibir amenazas— está positivamente asociado con posiciones típicas de izquierda. Individuos altos en neuroticismo son más propensos a apoyar políticas redistributivas y a ver el mundo como injusto, lo que lleva estos desvaríos destructivos contra obras de arte como forma de catarsis.
Por otro lado, la psicopatía entra en juego a través de rasgos como la falta de empatía y el comportamiento antisocial. Investigaciones recientes muestran que el narcisismo antagonista y las tendencias psicopáticas predicen una agresión anti-jerárquica de izquierda, donde los individuos justifican la violencia para derribar estructuras percibidas como opresivas. La "triada oscura" (psicopatía, narcisismo y maquiavelismo) se asocia con apoyo a activismo violento, incluyendo, claro, vandalismo. En el contexto del ambientalismo radical o el feminismo militante, estos rasgos podrían explicar por qué activistas eligen dañar arte invaluable en lugar de acciones constructivas, como campañas educativas o lucrativo lobby político.
Además, el sadismo —un placer derivado del sufrimiento ajeno— en contextos de activismo extremo se manifiesta en la destrucción simbólica. El lado oscuro del ambientalismo se muestra en tácticas disruptivas que se excusan como necesarias para un "bien mayor". Así, el vandalismo artístico no es solo protesta, sino una expresión patológica donde el neuroticismo genera paranoia colectiva (como con "el mundo se acaba por el clima" o "el arte perpetúa la opresión") y la psicopatía permite la ejecución sin remordimiento.
No faltan defensas de estos actos. Algunos activistas argumentan que el vandalismo es "contra-discurso político", una forma legítima de desafiar monumentos "contaminados" por asociaciones opresivas. Por ejemplo, derribar estatuas confederadas o atacar la Venus de Velázquez se ve como un acto de justicia reparadora, no destrucción gratuita. En el caso de los ataques climáticos, grupos como Just Stop Oil afirman que el arte es un símbolo de la complacencia burguesa, y que su "vandalismo" es reversible, a diferencia del daño ambiental irreversible.
Sin embargo, estas defensas ignoran el impacto psicológico y cultural. Tales acciones son contraproducentes en sí mismas, poniendo negro sobre blanco el núcleo tan irradiante como irracional de la izquierda hegemónica. Además, equiparar arte con opresión revela una visión maniquea, típica de trastornos neuróticos donde todo se polariza en "bueno vs. malo". La psicopatía se evidencia en la falta de consideración por el valor universal del arte, priorizando la agenda ideológica sobre el patrimonio compartido. Comparado con la brutalidad de los gulags, donde artistas fueron silenciados para siempre, el vandalismo actual puede parecer menor, pero ambos reflejan una intolerancia ideológica que deshumaniza la cultura.
En suma, el vandalismo artístico por parte de la izquierda política no es solo un método de protesta fallido, sino una ventana a sus patologías internas: el neuroticismo que amplifica amenazas existenciales y la psicopatía que justifica la destrucción por odio al arte, ya que este representa una dimensión de lo humano que querrían destruir: la creatividad, la libertad, la autonomía que están enraizadas en lo más hondo y original de la naturaleza humana. Mientras movimientos como el ambientalismo, antirracismo o feminismo buscan cambios legítimos, recurrir a estos actos revela una inmadurez ideológica y un extremismo terrorista, donde un intento de resolver problemas mentales individuales a través de una catarsis personal prima sobre soluciones reales. La memoria de los artistas desaparecidos en los gulags soviéticos nos recuerda que, aunque el arte es un tesoro, la vida de sus creadores lo es aún más. Para contrarrestar estas tendencias, la sociedad debe fomentar castigos ejemplares y una defensa sin reparos de los principios fundamentales que amparan la libertad creativa, la justicia universal y la autonomía del arte. Un diálogo solo es constructivo si se basa en la sanción de comportamientos destructivos, preservando el arte como puente cultural en lugar de campo de batalla. Si la izquierda aspira a la transformación verdadera, debe abandonar estas manifestaciones destructivas y abrazar estrategias racionales, dejando atrás sus impulsos neuróticos y psicopáticos. Menos Karl Marx y más Groucho Marx.
