
En la serie El misterio de Cemetery Road (Apple TV) aparece una familia progre, ya saben: típicamente ecologistas, típicamente socialistas, banalmente buenistas, trivialmente superiores moralmente. Nada que objetar —cada cual puede practicar su religión civil como quiera— hasta que descubres cómo educan a sus hijos. La madre, con sonrisa de anuncio vegano, explica que no corrigen la ortografía a sus vástagos para no quitarles la confianza.
El detalle es casi caricaturesco, pero sintetiza un clima mental: el del progresismo pedagógico, esa corriente que ha convertido la enseñanza en un experimento terapéutico. Y no solo hay padres así. Cada vez más profesores, en lugar de hacer un máster o un doctorado serio sobre su disciplina, pierden el tiempo en cursillos pedagógicos que son a la enseñanza lo que el reiki a la fisioterapia: humo aromático, pero humo al fin. Además, tóxico.
De estos laboratorios del narcisismo surgen generaciones de alumnos convencidos de que todo lo que hacen está bien porque lo han hecho ellos. Son los mismos que hablan mascando chicle, se dejan la gorra (o el velo, en su versión islamointegrista) puesta incluso en clase, escuchan música en altavoces en el autobús, se estiran en público como chimpancés en la selva y llaman "profe" a quien intenta enseñarles algo que no sale en TikTok.
El problema no es la mala educación —eso ha existido siempre— sino la ideología que la justifica. La pedagogía progre ha hecho de la autoestima su nuevo dogma y del esfuerzo su herejía. Por supuesto, la racionalidad ha sido eliminada y ahora reina la empatía como el modo de sensibilidad banal y vulgar de los necios. Ya no hay errores, solo "procesos de aprendizaje"; ya no hay ignorancia, sino "estilos cognitivos diversos"; ya no hay autoridad, sino "acompañamiento". Es la pedagogía del "no pasa nada", del "todos somos diferentes", del "lo importante es participar" aunque participes en el desastre. Hay "profes" que ponen dieces a toda la clase con la excusa del igualitarismo, pero en realidad son solo unos vagos que no quieren emplear su tiempo en corregir exámenes.
Como toda ideología, también necesita sus templos experimentales. Así surgen las escuelas con huertos y granjas, donde los niños cuidan gallinas, ovejas y cabritillos que jamás serán sacrificados. En lugar de enseñarles el ciclo real de la vida y la muerte —la relación concreta entre naturaleza y alimento—, se les inculca una pastoral sentimental: los animales son "amiguitos", "personitas con emociones", "miembros de la comunidad educativa". Así crecerán convencidos de que la carne nace envuelta en plástico y de que el pollo viene de un supermercado ético donde los animales mueren sin sufrir… porque, de hecho, nunca mueren.
Es el mismo tipo de mentira piadosa que preside todo el sistema educativo contemporáneo: una evasión sistemática de la realidad. La realidad, con sus jerarquías, sus límites, su dureza, se considera opresiva; y la educación se dedica a neutralizarla, no a comprenderla. El resultado: ciudadanos dóciles, hipersensibles y desinformados, que hablan de sostenibilidad sin saber de qué se sostiene nada.
Mientras tanto, la comprensión lectora se desploma, la ortografía se convierte en un dialecto libre y los alumnos salen del sistema educativo sin saber escribir un párrafo coherente, pero convencidos de que tienen pensamiento crítico. En realidad, solo tienen opinión, la doxa que temía Platón en su alegoría de la caverna: mucha, inmediata y sin fundamento. Esa doxa que Platón pretendía desterrar del Estado ideal se ha convertido en la reina de un sistema de simulacros gracias a un aluvión de políticos que falsifican sus títulos, tertulianos que subastan su micrófono al mejor postor y profesionales que han vendido su dignidad por un puñado de prebendas.
El resultado es una generación de intocables: jóvenes hiperprotegidos que no soportan la frustración, convencidos de que la corrección es una forma de violencia y la exigencia, un trauma. La escuela, que antes era el lugar donde uno se enfrentaba con el mundo, se ha convertido en un refugio acolchado donde nadie debe sentirse mal, aunque eso implique no aprender nada.
Y no es solo el alumno quien se degrada: también el profesor. O, mejor dicho, el "profe" por utilizar la denominación de los que son incapaces de pronunciar tres sílabas. Esa versión disminuida y simpática del antiguo maestro, que ahora debe pedir disculpas por saber. El profesor se ha convertido en un gestor de emociones ajenas, en un facilitador de aprendizajes, en un animador sociocultural con pizarra digital. Pronto ni siquiera se le exigirá una formación especializada en su materia: bastará con un máster vacío en pedagogía, ese pasaporte para la nulidad y la superficialidad, porque —sostienen los nuevos iluminados— ¿quién es nadie para enseñar nada?
Necesitamos profesores especializados, que sepan de lo suyo y cómo transmitirlo con pasión porque les importa tanto el saber como sus alumnos, un vulgo al que es posible convertir en cultos. Sin embargo, lo próximo será contratar "profes" tan ignorantes como sus alumnos con un título en Pedagogía, que es como tener un título oficial de encuestador por el CIS o de coctelería por la Universidad de Copacabana, la misma en la que se había licenciado Marilyn Monroe en Eva al desnudo.
Y, por supuesto, no podía faltar la contradicción suprema del progresismo doméstico: los padres. Esos progenitores que se proclaman comprometidos, conscientes, dialogantes… pero que no tienen tiempo para educar porque "tienen mucho que hacer". Son, al mismo tiempo, sobreprotectores y pasotas. Hiperactivos en sus culpas, ausentes en su presencia. Corren a defender a sus hijos de cualquier frustración —"el profesor le tiene manía", "no le gusta estudiar porque es muy creativo", "se duerme en clase porque el orientador dice que es superdotado", "también Einstein suspendía matemáticas"—, pero los dejan solos frente a una pantalla seis horas al día porque necesitan tiempo para ellos mismos.
Les compran móviles a los nueve años, pero no les enseñan reglas básicas de convivencia. Les apuntan a talleres de inteligencia emocional, pero no les enseñan a decir "gracias" ni "perdón". Les dan discursos sobre el medioambiente, pero les compran zapatillas nuevas cada tres meses. Padres que quieren criar genios sin esfuerzo, libres sin límites, felices sin causa. Padres que, incapaces de decir "no", acaban criando pequeños tiranos tan inseguros como desbordados.
Y lo peor: creen que eso es amor. No entienden que el amor sin exigencia es solo abandono envuelto en ternura. Que proteger sin enseñar es lo mismo que rendirse. Que la autoridad no es violencia, sino responsabilidad.
Y, sin embargo, aún quedan islas de resistencia. Los alumnos verdaderamente comprometidos, los que leen por cuenta propia Las olas de Virginia Woolf y no hacen caso a la "profa" pseudofeminista que pretende que pierdan el tiempo con El diario violeta de Carlota. Los que hacen preguntas incómodas, y buscan sentido en un entorno que solo ofrece eslóganes, sobreviven a pesar del sistema. Los reconocerán fácilmente: son los que caminan como almas en pena por institutos y universidades vacías los días de huelga-festival, cuando los demás celebran quedarse en la cama. Aunque no es pena lo que sienten, sino alegría porque por fin tendrán un día para ellos solos libres del lastre de los que ni quieren ni pueden estudiar. También persisten algunos profesores que no se rebajan a ser "profes", que defienden su materia como si fuera un territorio sagrado, que aún creen que enseñar es un acto de transmisión, no de autoayuda. Y unos pocos padres —raros, discretos, casi clandestinos— que se niegan a rendirse a la mediocridad circundante y a la empatía de pandereta, que todavía saben que amar a un hijo no es evitarle la dureza del mundo, sino prepararlo para enfrentarla con dignidad.
Los "profes progres" presumen pedagógicamente de liberar al alumno, pero en realidad lo infantilizan. Porque educar no es mimar, ni acompañar, ni celebrar la ignorancia: educar es formar, corregir, exigir. Es hacer pasar del "yo" caprichoso y el rebaño viral al sujeto autónomo y al "nosotros" civilizado. Y eso, por muy reaccionario que suene en ciertos círculos, sigue siendo el único camino hacia la libertad verdadera: la que nace de la búsqueda esforzada del bien, la verdad y la belleza, no del aplauso automático por el mero hecho de existir, hacer la o con un canuto y esclavizar a la IA para que haga los deberes.
