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¿Hubiese votado la Constitución de 1978?

Señores del PP, señores de Vox, señores de lo que quede del centroderecha liberal: dejen de gestionar el programa de la Constitución social y tomen la iniciativa liberal.

Señores del PP, señores de Vox, señores de lo que quede del centroderecha liberal: dejen de gestionar el programa de la Constitución social y tomen la iniciativa liberal.
LD/Agencias

El próximo fin de semana celebramos el Día de la Constitución, 6 de diciembre, en un momento en que la Ley Fundamental atraviesa su particular crisis de los cuarenta. Los escándalos en torno a la Corona, el deterioro moral del PSOE desde la Transición y la erosión general de las instituciones —de RTVE al Tribunal Constitucional— han configurado un escenario de desconfianza creciente. En este contexto, conviene asumir una herejía poco habitual en España: plantear una reforma constitucional en clave liberal, sin el maquillaje identitario habitual de la izquierda y los nacionalismos periféricos, con el objetivo de modernizar el país mediante más libertad, más igualdad y mejores reglas. Una reforma ambiciosa, pero perfectamente viable por la vía del artículo 168: dos tercios, disolución, elecciones, otros dos tercios y referéndum nacional.

España ya no es el país pobre y centralista de 1978. Hoy somos un país rico —aunque solo a medias—, pero endeudado hasta las cejas, creciendo sobre tierras movedizas y atrapado en un Estado autonómico que se ha convertido en un freno estructural a nuestra prosperidad. Crecemos, sí, pero gracias a más horas de sol, más camareros y más migración, no por productividad ni por instituciones que funcionen. El PIB per cápita lleva estancado en el 85–90 % de la media europea desde 2008. El gasto público ronda el 52 % del PIB y la deuda el 118 %. Diecisiete parlamentos, diecisiete televisiones públicas, diecisiete sistemas educativos —colistas en PISA, salvo la excepción de Castilla y León— y diecisiete agencias de empleo. Eso no es descentralización: es centrifugación, como advierte Felipe González —aunque omita que él mismo contribuyó a ella—: un diseño institucional que penaliza economías de escala, genera ineficiencias y fragmenta políticas públicas. Y, sobre todo, alimenta un nacionalismo —de baja y de alta intensidad— con pulsiones abiertamente desleales.

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