Junto al de los curas y al de los médicos, el gremio más cainita en suelo patrio es el de los periodistas. Es la nuestra una profesión hermosa, noble e imprescindible para cualquier democracia sana –o con pretensiones de ello-. El periodismo ha ejercido de bombilla, de limpiacristales y de desinfectante, bendito sea por los siglos de los siglos, pero, amén de los héroes, los sabuesos y los curritos invisibles, también es el nuestro un oficio de piratas, navajeros, vendehúmos, traidores, chorizos y estómagos agradecidos. Una habitación del pánico repleta de enemigos irreconciliables. Un paredón manchado de sangre donde el sujeto pasará inadvertido hasta que la pifie. Entonces, le lloverán más flechas que en Gaugamela y será crucificado, entre dos trending topics, en el Gólgota del pajarito azul. Hay plumillas que no hacen prisioneros.
Es curioso cómo, en este paisaje, quienes más humildad, humanidad e interés muestran por la cantera –barro para casa- son algunos nombres consagrados, machos y hembras alfa, espaldas plateadas. En definitiva: los referentes. Raúl del Pozo (Mariana, Cuenca, 1936), por ejemplo, se exhibe como un genio bueno, generoso, noble, cultísimo. Al margen de mis compañeros de redacción –es evidente- y de la bendita Concha García Campoy –descanse en paz-, ningún otro colega me ha ayudado tanto, me ha aconsejado tanto, me ha brindado tanto como el dueño de la tronera última de El Mundo. Nos conocimos hace cuatro años, a propósito de un reportaje sobre Francisco Umbral y, en este tiempo, nos hemos hecho amigos seguros, de los que se conocen en las ocasiones inseguras (Fedro).
Ahora, el periodista publica en Círculo de Tiza El último pistolero, una compilación de artículos humana, divina y sensual, un cóctel inteligente de periodismo y literatura, de nitroglicerina y vino de Oporto, de lupanares y monasterios, de buitres y ruiseñores. La selección de los textos la he hecho yo, de ahí que elija la columna para hablar de la cosa para rebajar un sentimiento pendular que va del pudor –hablar bien de una obra en la que he participado me ruboriza- a la vanidad –estoy orgullosísimo de haber formado parte de un proyecto tan interesante y urgente: ya iba siendo hora de que un libro así viera la luz-.
En la obra, Raúl se exhibe como un discípulo sobresaliente de Shakespeare, Quevedo y Cela. La editora, Eva Serrano, me pidió que escogiera las columnas que estuvieran más despegadas de la actualidad –asunto difícil: el maestro es el más periodista de todos los columnistas, uno que, además de opinar, informa, desvela, revela-. Así, El último pistolero muestra al maestro como un domador de la palabra que se sirve de la actualidad –o no- para describir paisajes, hablar de Historia o teorizar sobre el amor citando a Neruda. Raúl es tierno, irónico, descreído y español. Cree que la democracia es el acto de pasar de la religión a la política. Encuentra más erotismo en un convento que en una playa nudista. Desconfía de la masa: "Cuando a alguien lo lee la muchedumbre, conociendo a la muchedumbre, hay que desconfiar".
Concluyo afirmando, con subjetividad sincera y obscena, que El último pistolero es un gran libro de artículos, una degustación exquisita de la mejor prosa periodística, un homenaje cargado de admiración. También escriben Julio Valdeón –el título es suyo-, Jorge Bustos y un servidor. Lean el tomo, es una delicia. Y hasta aquí mis palabras. Como dice Raúl cuando llega el momento de pagar: "La cuenta y la Guardia Civil". Viva el vino.