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Amando de Miguel

La decadencia del español hablado

España ha progresado en casi todos los órdenes de la vida, pero ha retrocedido en el arte retórica de nuestros mayores.

Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno | EFE

Gracias a la genial inventiva de Tomás Edison conservamos las grabaciones de los discursos de algunos españoles egregios de hace un siglo, más o menos. Se reconoce el tono grandilocuente, poético y colegial de aquellos oradores, pero uno se descubre ante su capacidad de emitir frases redondas, pulcras, vibrantes. A su lado, los discursos hodiernos, casi siempre leídos, son mala prosa entrecortada. España ha progresado en casi todos los órdenes de la vida, pero ha retrocedido en el arte retórica de nuestros mayores.

Mi cofrade José Antonio Martínez-Pons, paisano del fogoso parlamentario Antonio Maura, me llama la atención sobre la manera de hablar por la radio de ciertos presentadores. Con el mayor desparpajo prescinden de los puntos y las comas un tanto al azar. Por lo oído, no parece que se hayan enterado de que tales signos de puntuación también deben manifestarse al hablar; de lo contrario las frases quedan truncadas, pierden sentido. Supongo que de ese modo se convierten en titulares (que pronuncian como "tí-tulares"), el ideal de los textos radiofónicos que no son publicitarios. Lo peor es que esa forma de platicar se traslada al común, con independencia de (ahora se dice "más allá de") la ocasión o el lugar (ahora se dice "ámbito") de que se trate. El triste resultado es una pérdida de la capacidad discursiva o suasoria de nuestro idioma común, ese rico capital heredado por la legión de hispanoparlantes. La amigable conversación se empobrece y por eso necesitamos la guarnición de palabras gruesas y otros lugares comunes. Por ese lado no hay queja; el idioma español sigue siendo muy variado. Lo descubrimos por el doblaje de las películas habladas en inglés; en el original los tacos resultan reiterativos y sin sustancia.

No es fácil explicar las razones de la general degradación del habla que nos envuelve, sobre todo en la vida pública. Una muy taimada es la práctica desaparición de los exámenes orales en todos los grados de la enseñanza o en las pruebas para la selección del personal que opta por los puestos directivos. Recuerdo con añoranza y agradecimiento el carácter decisivo de una larga y vivaz entrevista que mantuve con los miembros del tribunal que me otorgó la prestigiosa beca Fulbright, tan decisiva en mi carrera. Eso fue hace más de medio siglo. Sospecho que ya no funcionan tales prácticas. Ahora nos hemos instalado en el dominio de las pruebas tipo test. Consisten en adivinar si una proposición es verdadera o falsa, linda manera de limitar la imaginación del examinando para facilitar la corrección de los exámenes.

Ahora se prodigan poco las conversaciones sin tiempo tasado, sean presenciales o por teléfono. Han sido sustituidas por una miríada de escuetos mensajes escritos a través de los dispositivos internéticos. Aumenta, sí, y de modo fantástico, la cantidad de información que se intercambia, pero disminuye mucho, hasta anularse en bastantes casos, la capacidad expresiva. La mejor prueba de lo que digo es la necesidad de apelar a los emoticonos (aunque sería mejor decir "emoticones") como simplificación máxima de los mensajes escritos. Vamos, que nos deslizamos hacia la escritura jeroglífica, anterior históricamente a la silábica. Se observa, por ejemplo, en los avisos o instrucciones para el manejo de los múltiples aparatos que nos rodean. Menos mal que ha mejorado prodigiosamente la capacidad universal de manejar un teclado. Ya no son precisas las academias de mecanografía. Hoy serían tan obsoletas como los tabucos donde se recogían los puntos a las medias. Claro que en el futuro los teclados se reservarán para los mudos; el resto hablará y la máquina escribirá lo oído. Ya existe tal dispositivo, pero todavía da muchos errores, a veces divertidos.

Los programas escolares compiten por añadir nuevas estúpidas asignaturas: ideología de género, transición ecológica, emprendimiento, arte coquinaria (naturalmente no la llaman así), artes marciales, etc. No estaría mal que se recobrara una vieja materia periclitada: la oratoria.

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