
Una vez el periodista Manuel Prados me pidió un relato sobre los Magos de Oriente (de llamarles Reyes, Unamuno se hubiera alzado de su primera tumba republicana) para no recuerdo qué revista. El relato lo he perdido pero estoy seguro de que se trataba de una batalla campal en las calles de España entre los Magos, Papá Noel, Santa Klaus y no adivino quién más (no estaba en la reyerta el Viejito Pascuero) por la conquista del mercado de las almas infantiles.
En esa guerra civil occidental morían todos acribillados a caramelazos, hundidos en chocolates movedizos o asfixiados entre montañas de luces y plásticos. La cosa fue tan sangrienta que ni los niños se atrevieron a llorar. Sólo quedó un silencio cuajado en la estrella de plata que se caía del cielo aplastando al portal de Belén.
¿Cómo podía imaginarse entonces –estoy seguro de que fue un enero de 1983 u 84– que el silencio de las calles europeas podía ser roto por la llamada de los almuédanos invocadores del rezo musulmán? Otro amigo, el escritor y profesor Paco Núñez Roldán me ha informado de la decisión del Ayuntamiento alemán de Colonia de permitir la libre llamada a la oración de los muecines desde los altavoces instalados en los minaretes de las mezquitas. No es la primera ciudad alemana que lo hace. Der Spiegel contaba ocho ya hace bien poco.
En Colonia está precisamente la tumba de los Reyes Magos que fueron robados a Milán tras haberse recuperado en Saba por Santa Elena, la madre del emperador Constantino. Todo en nombre de una tolerancia —Recep Tayyip Erdogan, que es el que paga muchas de las mezquitas germanas, sea loado—, que nunca ha sido ni es ni será, si se lee bien el Corán, recíproca, como es preceptivo y esencial que sea. Es decir, se juega a ser tolerante con los intolerantes, algo sobre lo que Benedicto XVI ya advirtió con su defensa de nuestras raíces occidentales y cristianas en su visita al famoso relicario de la catedral.
Un día como el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes de hace 90 años, nacía en París Guy Ernest Debord, uno de los filósofos educados en el marxismo (hegeliano, dicen algunos) y luego desgajados del tronco clásico del materialismo histórico y la lucha de clases por su insuficiencia ya demostrada en las revueltas de mayo del 68 en Francia. Además de otros libros y de su contribución a la Internacional Situacionista, movimiento que trataba de "crear" situaciones en las que pudiera fermentar la subversión, más que revolución, estética y política, Debord seguramente es y será más conocido por su detección del espectáculo en sí como modo de manifestación, de agitación y de domesticación, incluso de las intimidades de las personas que formamos las modernas masas. Su libro La sociedad del espectáculo fue publicado en 1967 y sigue, en mi opinión, plenamente vigente en la política europea y española actuales.
Cuando uno se detiene a pensar –algo difícil en una sociedad sumida en el espectáculo como forma de relación—, en los programas de TV dedicados a la autopsia televisada del corazón sentimental de sus famosos, de sus conflictos íntimos, incluso de sus caricias y devaneos más reservados, comprende que todo lo que no se presenta como espectáculo, no vende, esto es, no importa, esto es, no existe. Su libro, escrito como una relación numérica de aforismos, comienza exponiendo:
1.-Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación.
O sea, a la vida real ha sucedido una representación, un espectáculo que puede trucarse, simularse, escenificarse y prostituirse. Como anticipa Feuerbach en la cita que precede a este primer aldabonazo, la verdad deja de ser algo sagrado y real y lo único real y sagrado que queda es la ilusión que produce el espectáculo. De ahí viene, creo, la conversión casi total de la política en espectáculo. En muchos partidos españoles, hay una asignatura no reglada que consiste en predisponer e instruir a sus candidatos para asumir y ser parte del espectáculo. ¿Qué fue el movimiento del 15 M y de los indignados más que la puesta en escena de un espectáculo para mover a la acción a los descontentos de modo que, al final, su dirección recayera en los comunistas "sembrados" en su seno y con derechos de autor de la obra?
Ya no se trata de aprovechar las condiciones "objetivas" de la explotación de la clase obrera ni de tener en cuenta las circunstancias de las contradicciones del "sistema". Se trata, al viejo estilo voluntarista del nihilismo y del leninismo en Rusia, de fabricar la revolución, de imponerla, de extenderla. Pero, en este caso, la revolución debe relacionarse con la obra de arte. ¿Qué otra cosa ha sido Podemos sino el libreto final de un espectáculo deliberadamente diseñado para conmover el ánimo de la sociedad democrática dominada, cómo no, por las élites y las castas abyectas, enemigas, metafísicamente culpables?
El arte de este modo salta del cuadro, del cine, del teatro, de la escultura o de la literatura a las calles y las instituciones y empapa en una insumisión continua y voluntaria a una gente inconexa zarandeada por las imágenes emotivas y levemente racionales que tratan de arrancarlo del sillón de la sala de estar. No importa ya qué es lo real, qué es lo verdadero. Lo sustancialmente relevante es la victoria sobre el escenario político-público mediante el activismo de consigna, gesto y ademán. Recuérdense los numeritos maternales de "la Bescansa", el vodevil amoral de los señores de Galapagar, los gallos del clown Rufián y el carácter cada vez más melodramático de las manifestaciones, de las celebraciones de los orgullos, de los escraches y demás artilugios escénico-políticos. También pueden recordarse los homenajes a los asesinos y a los golpistas y no pocas extravagancias de los del "centro" (inolvidable asalto de Casado contra Abascal en el Congreso) y la derecha.
No me digan que no es un sucedáneo de una sociedad del espectáculo el que, junto a las campanas cronométricas y navideñas de las iglesias cristianas europeas cuyos espacios siempre estuvieron vedados a todo tirano, a toda imposición y a todo acto de violencia, suenen en las mismas ciudades las exclamaciones sistemáticas de los muecines llamando al Islam, que significa sumisión, y cuya finalidad declarada es la imposición de su fe a todo el mundo infiel. Se dirá que así mismo lo hizo la cristiana y fue cierto, pero ya no lo es. Si de verdad se quiere dar el ejemplo universal de la tolerancia, dése también en Estambul, en Marraquech, en El Cairo, en Arabia Saudí o en Afganistán. Pero no se convierta el noble fin de la convivencia en el triste espectáculo de ir obteniendo poder de presencia y de coexistencia hasta que sea posible la demolición final de la cultura europea, como confesó el propio líder turco islamista que se aprovecha de ella y sus valores para aniquilarla.
Y ya que estamos, digamos que acaba de estrenarse la película No mires arriba en la plataforma Netflix, en la que precisamente se desata una acerada descripción de la farsa de la sociedad del espectáculo que nos inunda. Lamentablemente, pasa de largo ante quienes son los adalides ideológicos y filosóficos de su difusión y de la insensibilización que están causando en un Occidente que se dirige, o eso parece, a la autodestrucción. Pero con todo es un espectáculo del espectáculo.
