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Alberto Moreno: "Las cosas no son como fueron, sino como las recordamos"

En Las películas que no vi con mi padre, Alberto Moreno reconstruye su vida a través del cine, para recuperar a un padre que se fue demasiado pronto.

A Alberto Moreno no le termina de convencer que le llamen cinéfilo, aunque lo sea. Considera que su conocimiento del séptimo arte es bastante enciclopédico, pero también que sus esfuerzos por ir desentrañando cada vez mejor sus entresijos han venido alimentados durante demasiado tiempo por una especie de cinefagia, antes que cinefilia. Lo veía todo y todo lo apuntaba. Por eso hoy conserva la lista de absolutamente cada película que ha visto a lo largo de su vida. Moreno compara su labor con la de un forense metódico e incansable. Hasta que cambió su perspectiva. Su padre se murió demasiado pronto, posiblemente como casi todos los padres que se mueren. Y él, por ejemplo, nunca llegó a presentarle a su nieto. La paternidad ha venido a ser una forma de redescubrimiento. La otra, a falta de más herramientas para rememorar un pasado que viene marcado por fechas de estrenos en salas con olor a palomitas, tenía que pasar por su gran pasión. Alberto Moreno se ha propuesto recuperar lo que pueda de su padre a través de las cosas que no pudo hacer con él. De esa forma intenta reconstruir el negativo de una de las personas a las que más ha querido en su vida. Y construir la suya propia como un reflejo al que le toca ahora dialogar con su propio hijo. Las películas que no vi con mi padre (Círculo de tiza) es una historia que nos habla directamente a todos los lectores, ya que no es sólo una vida intentando analizarse. Es el hijo que llora la pérdida de un padre y el padre que ha descubierto la preciosa responsabilidad de tener un hijo. Seguro que podría hacerse una película de todo ello.

Pregunta: Garci dice que el cine es una vida de repuesto. ¿Estás de acuerdo?

Respuesta: Yo a Garci le escuché hace años decir que él quería a algunas películas más que a algunas personas. Me pareció algo alocado, que puedas querer más a una creación que a alguien que late y que está vivo. Evidentemente, hay que entender lo que quería decir. Pero es una cosa que me dio que pensar. Yo creo que las películas te dan cobijo. Algunas películas te ayudan a restablecer una cierta normalidad emocional, igual que un fármaco, a lo mejor. Y yo me he considerado muy cinéfilo. Hasta el punto de que en mi adolescencia albergaba el sueño imposible de ver todas las películas del mundo. También decía que si me quedaran diez días, como en Melancolía, porque sabes que va a venir un meteorito, los dedicaría íntegramente a ver películas. Ahora ya no pienso así. De hecho es lo último que haría. No querría encerrarme en una sala a perder el tiempo con creaciones que son muletas, pero que están muertas. Me interesan más las personas. Y me ha costado tiempo darme cuenta. Si hay un plan de ver una película y luego tomar unas cañas, hay veces que siento ansiedad por salir de la sala y ponerme cuanto antes a comentar la peli.

P: Prefieres el acto social que va unido al cine.

R: Exacto. Y percibo que para algunos, en cambio, la cosa se ha convertido en una actividad de consumo exclusivamente solitario. Yo soy una persona que nunca se aburre, porque si me aburriese me pondría una película. Y sé elegirlas bien. Ya no voy a perder el tiempo probando novedades cuestionables en plataformas que no conozco bien. Eso es quizá lo que ha cambiado. Antes utilizaba el cine para nutrirme. Ahora lo utilizo para rellenar huecos.

P: Escribes que tu gran tema es la nostalgia. ¿Qué es la nostalgia para ti?

R: Una vida de repuesto, precisamente. Pero es que también creo que la vida es muy dura. El libro surge de la pérdida de una de las personas más importantes de mi biografía, que era mi padre. Pero a partir de ese hundimiento, ahora mismo soy capaz de valorar muchas cosas que antes no valoraba. Si yo pudiese pasar una tarde más con él, absorbería cada momento, cada fragancia, cada milésima de segundo. Del mismo modo, hay veces que discuto con mi madre y siento la necesidad de hacer las paces con ella inmediatamente. Yo ya sé que no quiero estar arrepentido de no haber tenido la mejor conversación posible, o por haber estado enfurruñado junto a alguien a quien quiero. El hecho de ser tan consciente de mi mortalidad hace que esté mucho más obsesionado con eso. Lo noto por ejemplo con mi hijo. Se habla mucho del tiempo de calidad, pero yo no sé exactamente qué es eso. Yo sé que mi hijo ahora mismo hay muchas cosas que no valora. Pero es importante ese tiempo de acompañamiento. Sobre todo porque tampoco puedes estar junto a él todo el rato. Cada uno necesita su intimidad. Creo que el tiempo de calidad es el tiempo en el que sabes que todo está bien, el que te pasas conociendo a esa persona y no simplemente acompañándola sin prestarle la atención que te demanda. Aunque a veces ni siquiera tiene por qué demandártela. Puedes estar en el salón y darte cuenta de que tu padre está canturreando algo, o leyendo un libro que le gusta, y conocerle un poco mejor gracias a eso. Desde ese punto de vista, la nostalgia para mí es ser consciente simplemente de que ayer fue un día alucinante, porque no lo desaprovechaste.

P: Pero la memoria es muy tramposa. ¿La vida es lo que sucedió o lo que recordamos?

R: Yo estoy muy a favor de la memoria trampa. Y las cosas no son como fueron, sino como las recuerdas. A veces, de hecho, yo me esfuerzo por borrar cosas que fueron ingratas, porque no me aportan nada. Evidentemente, sin engañarme. La cosa no consiste en recordar lo que te conviene para quedar constantemente como el bueno de la película. Pero sí en saber que hay recuerdos que no sirven para nada. Yo estoy muy obsesionado en fundamentar mi vida en experiencias que me nutran. Cuando tenía veinte años, me dedicaba a escribir las crónicas de las noches con mis amigos. Es una anécdota, pero muestra esa tendencia mía a intentar encapsular la vida. Muchos periodistas hacen lo mismo en su trabajo diario. A mí me gusta extraer lo que he vivido como en un diario. Supongo que porque, como todo el que escribe diarios, siento que esos recuerdos me van a servir de alguna manera en el futuro. Y necesito aposentarlos. Pero al final, la memoria es muy falible y todo no nos cabe. Así que te ves obligado a seleccionar. En una de las entrevistas que le hice a Garci, me dijo que había tenido que quitarse hobbies, porque no le daba tiempo a todo. Y creo que es algo que a mí también me va pasando. Prefiero tener pocas cosas, pero intentar hacerlas bien.

P: Y la memoria también se atrofia. O igual es porque la vida nos va pareciendo menos sorprendente a medida que crecemos. Es curioso que los recuerdos de la infancia suelan ser mucho más nítidos. En tu libro, por ejemplo, me parece alucinante que pudieses recordar todas las películas que habías visto antes de los trece años.

R: Sí, pero eso en esa época era más fácil de hacer porque un estreno era un acontecimiento. En esa lista que hice de pequeño me parece que me salieron como 150 películas. Pero era sencillo, porque, además, tampoco es que yo hubiese dedicado mi infancia a buscar cosas muy específicas. Veías el cine que repetían todo el rato en la tele. Era muy fácil rastrear la filmografía de tus actores favoritos y comprobar qué títulos habías visto y cuáles no. Seguramente la típica película alemana de sobremesa se me pudo escapar. Pero es que dudo muchísimo que la viera. Lo que veía eran los clásicos de Disney, películas de acción y algunos clásicos de Hollywood. Películas que me marcaban de una forma tan evidente que era imposible que se me traspapelaran. Luego, a partir de ahí, cuando empecé a ver Qué grande es el cine y a revisar los clásicos de Billy Wilder, yo sé que no hay ni una sola película anterior a los años 70 que viese y que no la apuntase, porque para mí era el inicio de una cierta madurez cultural. Una frontera de crecimiento. Ese momento preadolescente en el que te crees adulto y piensas que puedes ver cosas más sofisticadas, y le das un valor todavía más grande a cada película que ves. Además creo que lo hice de una forma muy metódica y bastante perfeccionista. Así que le doy bastante valor a esa lista, que todavía sigo alimentando. Es una cosa absurda, pero no deja de ser la cartografía de absolutamente todas las películas que he visto en mi vida. Un registro forense. Nada más.

P: ¿No les añades notas a las películas, o escribes una breve impresión al lado?

R: No, no. Nada de eso. No me parece relevante poner una impresión de la última película de submarinos de Tom Hanks. Lo que sí que hago es ponerle un número de estrellas al lado, para saber si me pareció buena o no. Si tiene cuatro estrellas o más, quiere decir que la repetiría. Y si tiene dos o menos, pues no. De algunas sí que escribo, pero porque hay algunas con las que es imposible no hacerlo. Es imposible ver La peor persona del mundo y no hacerlo, porque es una película que va sobre todos nosotros.

P: Una cosa, ¿cómo se intenta recuperar a una persona a través de las cosas que no se hicieron con ella?

R: Porque todo parte de una impotencia. De un deseo de que las cosas hubieran sido distintas. Para mí, el libro es un llanto a la oportunidad perdida. Todas esas películas que me habría gustado ver con él pero no pude. Aunque no es una cosa de compartir una pasión y ya está. En realidad, me habría gustado compartir cualquier cosa con mi padre. Muchas sobremesas, sobre todo. Haber hablado más. Haberle contado lo que hago y haberme interesado mucho más por lo que él hacía. Al final, te das cuenta de que al padre nunca llegas a conocerle del todo. Porque lo que tratamos los padres es que nuestros hijos no sufran. Y toda la parte que a ti te define como persona sufriente, no se la muestras. Pero si haces que la parte más crucial de tu vida no aparezca nunca, es imposible que te conozcan en profundidad. Y al final nos dedicamos a crear completos desconocidos de generación en generación. ¿Para qué me ha servido este libro, sin pretenderlo? Pues para que cuando yo falte, si de repente mi hijo quiere conocerme, esté ahí. Que pueda ver que su padre palpitó y sufrió y dudó de una forma que yo nunca vi con el mío. Utilizo el cine porque para mí es un Macguffin. Es algo en lo que me apoyo para explicar todo esto porque me da una serie de temperaturas. Es una constante que atraviesa mi vida y me ayuda a ordenarla. Las fechas de estrenos, por ejemplo, son una bitácora utilísima para recordar. Podría sacar recuerdos de todos los años de mi vida porque puedo ligar cada año a estrenos que vi entonces. Aproximadamente, sé qué tipo de persona era y cómo era la gente que tenía alrededor.

P: ¿Ha cambiado mucho la paternidad? ¿Ser padre ahora es distinto a serlo cuando lo fue el tuyo?

R: Ahora somos mucho más autoconscientes, te diría. Del mismo modo que nunca ha habido tanta gente psicoanalizada al mismo tiempo. Somos muchos, y nos estamos preocupando mucho de nuestro propio ombligo todo el rato, supongo. Pero yo sí creo que la terapia es muy importante como herramienta de autoconocimiento y de autogestión de los afectos. Y, quienes estamos interesados en ello, igual somos gente un poco obsesionada con la paternidad responsable. Nuestro sentido vital es que si hemos traído a un hijo a un mundo tan hecho polvo, qué menos que darle la mejor de las ayudas. Antes los padres se preocupaban de que sobrevivieras, de que fueras bien vestido, de que fueras a un buen colegio, los que se lo podían permitir, y básicamente de que tuvieras un sustento emocional más bien informal. Que tu hijo te expresara sus sentimientos todo el rato podía llevarte a pensar que era excesivamente cursi, o un pornógrafo emocional, o algo así. Y ahora sin embargo creo que está más a la orden del día. En mi caso, que mi hijo me quiera contar lo que le pasa a nivel emocional se ha convertido en una prioridad absoluta. No sé. A lo mejor estamos tan centrados en que nuestros hijos no tengan los traumas que nosotros hemos podido tener que todos estos detonantes de alarma-peligro nos hacen reaccionar de una manera diferente. Yo estoy obsesionado con que mi hijo no sufra bullying en el colegio, por ejemplo. Y antes, si un compañero te soltaba un tortazo, tus padres igual te decían que te defendieras, que no dejases que lo volviese a pasar, y poco más. Ahora sin embargo montamos la de dios, hablamos con el profesor, preguntamos por terapias… Esas cosas.

P: ¿Pero hasta qué punto los traumas son inevitables? ¿No existe el riesgo de la sobreprotección?

R: Bueno, lo que pasa es que yo siempre he sido una persona muy emocional. Y por eso a lo mejor me preocupan tanto esas cosas. Pero eso no quiere decir que no crea que también tiene que tropezar, para aprender él solo de sus propios errores. El tema es que me parece que ahora mismo hay unos peligros que no existían cuando yo era pequeño. Puede haber ciberacoso, por ejemplo, y un montón de cosas para las que nosotros estamos un poco perdidos, porque pertenecen a un mundo al que no tenemos acceso. Supongo que será lo mismo que les pasaba a nuestros padres con nosotros. Si mi padre me pedía que no me dejase el pelo largo para que no me pegasen unos skinheads, por ejemplo, a lo mejor lo hacía porque consideraba en el fondo que el pelo largo podía ser interpretado en ciertos ambientes como un rasgo de feminidad, y no quería que me hicieran burla, o lo que sea. Los hijos siempre viven en un mundo al que los padres no tenemos acceso, y eso puede fomentar muchas alarmas. Lo que pasa es que ese desconocimiento y esa sensación de vulnerabilidad ha crecido de manera exponencial en los últimos años, con todo el auge de internet.

P: En el libro mencionas una idea que dibuja a nuestra generación como una generación frustrada. Una generación que tiende al refugio debido al desencanto de descubrir que el progreso eterno era una mentira. ¿Pero tenemos más motivos para la frustración que otras generaciones, realmente? ¿No pecamos de un cierto adanismo?

R: Pecamos de adanismo, desde luego. Pero no creo que eso sea lo único. El filósofo Diego Garrocho habla del asunto de una forma muy lúcida, en mi opinión. Hay una diferencia, que depende de la perspectiva con la que mires la situación. Evidentemente, en términos históricos, desde una visión macro, por así decir, vivimos mejor que hace cien años. Eso es innegable. El problema viene si nos fijamos más concretamente en las fluctuaciones históricas. Desde una perspectiva micro, podemos decir que ahora mismo existen una serie de obstáculos que no tuvieron nuestros padres. Ellos pudieron acceder a una vivienda con relativa facilidad. Mi padre cobraba menos que yo y se compró una casa. Nuestros padres estaban obsesionados con el suelo. Con el hecho de tener un sitio donde caerse muertos. Yo no tengo una casa. No la he comprado. También porque valoro más la movilidad. Creo que somos más nómadas de lo que éramos antes. Sin embargo, también hay que señalar las dificultades que han surgido. Una cosa no quita la otra. Ahora hasta Ayuso, con una cierta teatralidad, reconoce que comprarse una casa en Madrid capital es prácticamente imposible. Si yo quisiese comprar una casa, sería muy difícil que pudiese hacerlo dentro de la M-30. Porque vale cuatro veces más de lo que valía cuando mis padres quisieron comprar. La inflación, que no para de crecer, además, ha acentuado nuestro vértigo. Hoy en día comprometerse a 30 años de hipoteca es algo que muchos no queremos hacer. Porque no hemos estado comprometidos tanto tiempo con nada que no sean nuestras madres. En ese aspecto decía Garrocho que se habían defraudado las expectativas que teníamos en el pasado. Cuando tú vivías en una España floreciente, recién salida de una dictadura y con todo el margen de crecimiento por delante, tus expectativas sólo podían ser mejores que las de quienes vivimos en una España decadente.

P: Un contraargumento a esa visión lo dio Ana Iris Simón en Feria y causó mucha polémica. Entre otras cosas, ella decía que nuestra generación no se fija nunca en las incontables cosas a las que renunciaron nuestros padres para poder "comprarse una casa". Viajes, juergas y alargar la juventud hasta pasada la treintena, por ejemplo. ¿Estamos dispuestos realmente a pagar el precio de todo aquello que envidiamos de nuestros padres?

R: Entiendo lo que dices. Y es verdad que hubo un momento en el que pensamos que podíamos hacerlo todo. Algo que no entraba en la cabeza de nuestros padres, y mucho menos de la de nuestros abuelos. Pero el hecho de que con dieciocho años, de repente, tengas acceso a billetes de avión que te llevan a cualquier lugar del mundo sin demasiado esfuerzo te abre la mente de una manera que nuestros padres no estaban acostumbrados. Se multiplicaron los relatos. De repente el mundo se expandió una barbaridad. Dejó de ser ese mundo de barrio y pasó a tener una escala mundial. Ya no hacía falta casarse con la chica a la que le pediste salir en el baile del pueblo. Ahora era posible conocer otros cuerpos, vivir otras experiencias. De repente nos pensamos que el mundo era una película. Nos pensamos los protagonistas de una historia alucinante. Y al final, cuando llegaba el momento en el que, a lo mejor, decidías parar, descubrías que ese dinero que habías estado gastando en vivir era el que tus padres habían ahorrado durante 15 años. Bueno. Lo que quiero decir es que es cierto que hemos cambiado el foco, pero tampoco creo que sea algo malo o que nos tengamos que culpar por ello. De hecho, me parece lo normal. Nos ha tocado vivir un momento de apertura brutal y es normal que nuestras expectativas fuesen diferentes a las de nuestros padres. Lo que pasa es que, más allá de todo eso, la vida se ha vuelto más cara y la precarización del salario se ha convertido en algo mucho más extendido. Ahora hay más paro y la gente cobra, por lo general, menos dignamente que antes. Esas son cuestiones que también están ahí y que no hay que obviar. Tampoco hay que obviar el peterpanismo, desde luego. Es uno de los principios fundamentales de esta ecuación. Pero no es el único factor.

P: Volviendo al libro y a tu reivindicación de las comedias románticas. ¿Por qué el drama tiene más prestigio que la comedia?

R: Porque hay muchas comedias románticas muy malas. Y normalmente son las que la gente busca como vehículo de evasión. Si piensas en un drama piensas en una película profunda y compleja. Si piensas en una comedia romántica piensas en un placer culpable. A mí me parece que hay comedias románticas tan importantes como los mejores dramas, pero no son las que se nos vienen a la cabeza. Si tu eje de comedias románticas está en Billy Wilder, posiblemente hayas visto una gran cantidad de títulos que nada tienen que envidiar a los dramas de prestigio. Si el exponente de las comedias románticas son las típicas de sobremesa, o de Sandra Bullock, es normal pensar que una película del género nunca se colará en los Óscars. Lo que las diferencia a unas de otras es que las grandes historias son las que colocan a sus personajes ante encrucijadas de las que sacar enseñanzas. Eso con el drama se da por sentado. Con la comedia, sin embargo, existe la posibilidad de pasar de ello y centrarse en la mera evasión del humor.

P: Pero luego hay algo que yo percibo, sobre todo en las películas de acción, y es que el prestigio lo acaba otorgando también la nostalgia, por así decir. No sé. Hay grandes títulos que se han convertido en películas de culto sin ser historias medianamente elaboradas.

R: No creo que ocurra con todas. Algunas se convierten en películas de culto y otras no. Pero su calidad va marcada más allá de la nostalgia que suscite en algunas personas. Sigo pensando que la cosa va más ligada a la cantidad de ideas que transmitan de forma convincente. En el género de acción, por ejemplo, La roca es una película de culto para mucha gente y a mí me parece un espanto. Considero que lo es por factores puramente emocionales, más que por otra cosa. Hay una generación que la recuerda con cariño y poco más. Sin embargo, también considero que Jungla de cristal es un peliculón con todas las letras. Yo puedo demostrarte en diez pasos por qué Jungla de cristal es la mejor película de acción de la historia. Y además te lo defiendo sin inmutarme. Creo que ha trascendido el género, completamente. Es una película que habla de muchas cosas. Te plasma, por ejemplo, el paso dramático que existe en todas las etapas de una relación que se desintegra, como es la de John McClaine y su mujer, pero representado en un ataque terrorista. Además tiene un sentido del humor muy de la época, lleno de retranca, con unos actores en estado de gracia y con un sentido del ritmo alucinante. A mí no me importa por los tiros que pega, me importa por la historia que está contando. La historia de un hombre roto, fracasado, y de cómo pisar cristales descalzo es el viacrucis que tiene que pasar para reponerse. Eso es lo que la hace una gran película, que sobrevive al paso del tiempo. Y al final lo que se termina revisitando es lo que sobrevive.

P: ¿Está el cine en decadencia? ¿Por qué da la sensación de que estamos reciclando más que nunca cosas que funcionaron en el pasado, en lugar de crear historias nuevas?

R: No hay tantas historias nuevas porque tampoco hay emociones nuevas. Tarantino es un tío que triunfó porque cogió una serie de referentes feos y supo recrearlos de una manera muy sexy. Es un poeta recreador de emociones, que sabe jugar muy bien con la estética de lo oscuro. ¿De qué va Pulp Fiction? Pues no lo sé muy bien, pero sé que me siento bien viéndola. Me hace querer ser un mafioso de Los Ángeles, pese a saber también que todo lo que hacen es moralmente censurable. Querría tener el ingenio que tienen ellos, que mis réplicas fuesen como las suyas, etcétera. Que con 13 años te aprendas Pulp Fiction entera significa que hay un tipo que ha hecho una sinfonía de guion verdaderamente alucinante. Es algo valioso. ¿Te enseña valores? Pues también, por contraposición. Te dice que no es deseable la violencia como motor de la sociedad, porque te lleva a la muerte y al odio. Pero bueno, volviendo a tu pregunta, creo que, como casi todo está inventado, lo que necesitamos son grandes recicladores, precisamente. Gente como Tarantino.

P: Claro, pero ahora en lugar de reescribir esa historia mil veces reescrita vamos y rehacemos Ben Hur exactamente igual, o West Side Story, o sacamos la décima parte de Indiana Jones.

R: También porque vamos a una velocidad que antes no existía. Las grandes epopeyas griegas han sido reescritas mil millones de veces. Pero ahora, como no paran de salir cosas, tiene que salir de todo. Así que muchas veces es fácil coger referentes contemporáneos y actualizarlos, sin más. A mí me gusta Indiana Jones porque me gusta la historia que cuenta, pero también me gusta el personaje. Se trata de un ejemplar de héroe muy particular. Y de ahí han salido otras muchas historias con personajes similares, que beben de él. Uncharted, La búsqueda, etcétera. El del arqueólogo aventurero casi se ha convertido en un género nuevo. Evidentemente, también existe el componente de la nostalgia. Rescatar las historias que deslumbraron a la gente hace décadas sigue dando dinero. Yo voy a seguir viendo los relatos que tengan que ver con un héroe que, tirando de ingenio, llega a unas conclusiones ideales y se convierte en un espejo de lo que yo querría ser. Si a eso le añades a Harrison Ford y me dices que vas a seguir tirando de él hasta que se muera, pues dónde hay que firmar.

P: Por terminar: ¿Estás preparado por si a tu hijo no le gusta el cine?

R: Sí, claro. No me importaría nada. Yo lo único que pretendo es ofrecerle una serie de asideros para ver si le interesan. Pero también tengo claro que él es el prota de su vida. Y llegará un momento en que, como yo, se convertirá en el personaje secundario de sus hijos, si los tiene. Quizá el mayor mensaje del libro sea ese. El tránsito de ser el protagonista de mi vida, y posiblemente de la de mi padre, a ser el personaje secundario en la vida de mi hijo. Porque el protagonista de mi vida es mi hijo ya. Es una decisión que he tomado y que me hace muy feliz. Los ratos en los que tengo mi trama de secundario me los paso estupendamente. Al final, el cine es mi manera de decirle, oye, tienes esto aquí, es una cosa alucinante, mira a ver si te interesa. Lo que no puedo hacer es imponérselo. Porque además es inevitable. Mi padre nunca me inculcó sus gustos musicales. Y ahora tengo sus vinilos porque me conectan con él, pero jamás pondré a María Dolores Pradera en el salón. Y supongo que lo mismo le pasará a mi hijo, posiblemente, si no con el cine, con la colección de cómics de los noventa que tengo en casa. Posiblemente los considerará anticuados. Querrá venderlos y comprarse cómics más contemporáneos con ese dinero. Y estará genial que lo haga, porque es ley de vida.

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