
Oliver Pötzsch es un escritor particular, descendiente de una de las principales dinastías de verdugos de la región de Pfaffenwinkel, al sur de Baviera - hasta catorce familiares ejercieron este cometido -. Sin duda, "una historia para contar". Su primera novela, La hija del verdugo (2012), se convirtió en un bestseller en más de veinte países. Pötzsch, periodista y entusiasta de las historias, ha visitado España para presentar El libro del sepulturero (Planeta) un thriller histórico que explora el nacimiento de la criminalística y que contempla otros elementos que la hacen muy atractiva: personajes y localizaciones reales, un trasfondo histórico, una cuidada ambientación y una trama que apetece desenredar en una ciudad en plena ebullición social y tecnológica que se asemeja a una "bomba a punto de explotar".
Oliver Pötzsch pasea el lector por las zonas más oscuras y violentas de la Viena del siglo XIX y nos da una clase magistral sobre criminalística, enterramientos y cementerios. En el Prater, el parque más importante de Viena, aparece el cuerpo de una criada asesinada. Leopold von Herzfeldt, un joven inspector de policía recién llegado a la ciudad, aparece en escena con novedosos métodos de investigación - aseguramiento de huellas, elaboración de perfiles y uso de la medicina forense- dispuesto a resolver el caso aunque se gane la antipatía de sus compañeros, anclados en los procedimientos tradiciones. Leopold contará con el apoyo de dos personajes: Augustin Rothmayer, el sepulturero mayor del cementerio central de Viena, y Julia Wolf, una joven operadora.
PREGUNTA. El libro del sepulturero es una novela policiaca, pero creo que ante todo es un homenaje a los pioneros de la criminalística. ¿Es así?
REPUESTA. Sin duda, una de las razones por las que he escrito esta novela es para contar el inicio de la criminología. Ahora vemos series modernas como CSI donde hablan de técnicas modernas pero el origen de todo esto data de principios del siglo XIX y no está en Londres ni en Nueva York, sino en una ciudad austriaca que quizás poca gente conozca en España que se llama Graz. Había un fiscal que se llamaba Hans Gross que fue el que creó el primer manual de la criminología moderna en el que hablaba de balística, de toma de huellas dactilares, de muestras de sangre, de fotografías en la escena del crimen, etc.
P. Desde un principio vemos al protagonista de la novela recabando pruebas y poco menos le toman por un excéntrico.
R. Mi inspector llega de Graz a Viena y ahí aplica estos métodos modernos. Esto le genera problemas porque hay un choque entre lo nuevo y lo viejo. Casi siempre pasa lo mismo, cuando llegas con algo nuevo parece que eres un poco excéntrico a la vista de los demás, es lo que tiene ir a la vanguardia.
P. ¿Cuánto tiempo fue necesario para que la criminología formara parte de los procedimientos policiales?
R. Bastante, como veinte o treinta años. Lo más moderno que había entonces era el método de identificación creado por Alphonse Bertillon: la antropometría. Por eso cuando te arrestan te hacen una foto de frente y otra de perfil. En las fichas policiales se registraban once características físicas que permitían identificar a la persona: la nariz, los ojos, incluso el meñique... La policía tuvo confianza en ese sistema hasta que llegó la toma de huellas dactilares. Entre 1892 y 1893, se verificó que las huellas son invariables a lo largo de toda la vida y que, por lo tanto, sirven para identificar. En el segundo libro de esta saga, que ya está publicado en Alemania, Leo es el primero que utiliza esta técnica en Viena.
P. El fiscal y juez de instrucción Hans Gross recopiló sus conocimientos y su experiencia en Manual para jueces de instrucción como sistema de criminalística, un libro que marcó un hito en la historia criminal y que es la base de su novela. ¿Cómo dio con este libro?
R. Leo mucho y de muchos asuntos. Leí que Hans Gross dejó escrito que en las escenas de crimen había que llevar un maletín con instrumental: lupas, ampollas, un crucifijo incluso, dulces para regalarles a los niños en caso de que hayan sido testigos… Yo tenía esa maleta cuando era niño porque quería ser detective. Cuando leí que eso existió, que hubo alguien que por primera vez pensó en llevar todo eso en un maletín, me llamó mucho la atención y tiré del hilo. En Graz tiene un museo, fui hasta allí y ahí hablé con la gente. Fue el principio de mi investigación.
P. Hay capítulos que comienzan con frases sacadas de El almanaque del sepulturero, que habla de enterramientos con todo tipo de detalles escabrosos. Entiendo que es ficción, pero ¿está basado en escritos reales que encontró mientras se documentaba?
R. Todo se basa en hechos, no me he inventado nada. Me encontré con un libro de 1870 aproximadamente que se llamaba El almanaque de la policía higiénica (traducción literal) y que estaba compuesto por varios capítulos donde aparecían cosas bastante raras. Escribían cómo se descomponían los cuerpos de las personas y, por ejemplo, decían que la gente que trabajaba esquilando animales se descomponía más rápido que personas de otras profesionales o que las personas gordas se descomponían más rápido que las personas delgadas. Eso lo mezclé con otras cosas, como los libros que hablaban de la automomificación, una práctica hoy prohibida que viene de los monjes budistas que decía que tú mismo te podías convertir en momia. Se tardaban tres años, te metías en una cueva y dejabas de comer. Tenías una campana y cuando dejaba de sonar, los compañeros ponían el último ladrillo a la entrada de la cueva. Ese tipo de cosas es lo que me ha ayudado a construir este almanaque.
P. Te sirves de dos personajes para cubrir la investigación. Tienes el inspector, con una gran capacidad deductiva, y el sepulturero, que se basa en su experiencia. ¿Es la pareja perfecta?
R. Es un poco como las novelas de Sherlock Holmes, que tienes a Sherlock y al doctor Watson. Ese era mi modelo. El inspector es alguien inteligente, un poco egoísta y arrogante, que tiene problemas porque no habla el dialecto de Viena sino que habla alemán central, y eso le pone en una situación delicada. Es un bicho raro y además tiene raíces judías, con todo lo que eso suponía en esa época. Luego me di cuenta de que nadie había usado la figura del sepulturero en una novela y me pareció un personaje que podía aportar mucho. Es un experto, es como un CSI del siglo XIX en estos temas.
P. La ambientación está muy cuidada e incluye personajes y enclaves reales. ¿Cómo consigues sumergirte en la Viena del XIX?
R. Para todos mis libros voy a las ciudades, estoy un par de semanas y hablo con muchas personas. Leo mucho y voy a todos los museos. No me alojo en hoteles, sino que voy a casa de amigos para estar bien mezclado con la ciudad y así empieza a fluir la historia. Para mí, es el momento de mayor concentración. Mi mujer sabe que estoy aislado y metido de lleno para empezar la historia. La vida es la que escribe las mejores historias. Si no tuviese ese fondo de la historia me dedicaría a escribir ficción y ya está, pero me gusta aportarle un trasfondo de momentos históricos.
P. En Alemania es un escritor muy conocido y ha tenido mucho éxito con sus primeros libros. ¿Encontró la inspiración en su propia familia?
R. Mi familia de la parte de mi madre desciende de una generación de verdugos y recuerdo que mi madre y mi abuela me contaban muchas historias. De mayor, cuando tenía 29 años, un primo de mi abuela investigó todas esas historias y nos presentó una mesa llena de documentos y de árboles genealógicos. Aparecía una dinastía de verdugos. Cuando vi todo eso pensé: ‘Aquí tengo una historia que contar’.
Oliver Pötzsch. El libro del sepulturero. Planeta. Traducción de Héctor Piquer Minguijón. 464 páginas. 20.80 euros.

