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Sánchez Dragó, un maestro de España

Gran parte de los jóvenes de hoy no han tenido ningún maestro de intempestiva vitalidad como Sánchez Dragó y así les va, ofendidos e idiotizados, amargados y resentidos.

Gran parte de los jóvenes de hoy no han tenido ningún maestro de intempestiva vitalidad como Sánchez Dragó y así les va, ofendidos e idiotizados, amargados y resentidos.
Fernando Sánchez Dragó | Cordon Press

Me entero por Nuria Richart de la muerte de Fernando Sánchez Dragó. Qué lástima me dice ella. Sí, lástima para nosotros, pienso yo. Dragó ha muerto súbitamente tras haber vivido una vida intensamente. Ha vivido rápido, ha muerto viejo y el rostro arrugado de su cadáver es la última lección que nos ha dejado este bon vivant, este ciudadano de Síbaris, este sacerdote de Eleusis, el último de los paganos, el primero de un futuro lleno de incertidumbre pero que él nos enseñó a afrontar como los antiguos epicúreos: el corazón firme, la sonrisa irónica y el convencimiento de que el miedo a la muerte es cosa de esclavos, no de hombres libres.

Mi primer recuerdo de Sánchez Dragó lo sitúa en uno de esos programas de tertulias cultas y tensas que se estilaban en una televisión en la que aún no era pecado fumar, beber whisky y chorrear conocimiento y savoir faire. Describía Dragó su paso por el Partido Comunista explicando que al tercer año de estar entre los simpatizantes de Lenin y Fidel Castro resucitó de entre los muertos. Ese humor irreverente, provocador, ofensivo, casi blasfemo y profundamente inteligente era la marca de la casa de una Transición política que nos hizo a todos refractarios al autoritarismo, la estupidez y la falta de sentido del humor de los clérigos religiosos e intelectuales. Gran parte de los jóvenes de hoy no han tenido ningún maestro de intempestiva vitalidad como Sánchez Dragó y así les va, ofendidos e idiotizados, amargados y resentidos, se han metidos ellos solitos en las catacumbas ideológicas y tenebrosas de las que sí salió Sánchez Dragó porque tenía algo que ellos nunca imaginarán siquiera: audacia en el pensamiento y coraje en los sentimientos.

Autor de libros míticos como Gárgoris y Habidis, Sánchez Dragó era uno de esos españoles raros que no solo es que no hablan mal de España sino que son capaces de recrearla de una manera gloriosa, festiva, efervescente e iridiscente. Su España tartésica y romana, cristiana y taurómaca, tenía lo mejor de los moros, cristianos, judíos y demás gentes y dioses que han habitado, enriquecido, levantando monumentos y derramado sangre la España en la que no se pone culturalmente el sol, de Nápoles a México, de Flandes a Buenos Aires, pasando por Barcelona y Madrid. Sus críticos dirán que dicho retrato de España no tenía nada que ver con la realidad sino que era una proyección de como él era. Pero qué culpa tenemos los españoles de tener unos historiadores tan provincianos y positivistas. Hay más verdad en una página de Sánchez Dragó que en las obras completas de los historiadores subvencionados por el Estado para elaborar una oficial Memoria Histórica. Definiendo las características de las fuentes que había usado para su gigantomaquia de la Piel de Toro se describió a sí mismo sin quererlo:

lo arcaico y lo moderno, lo popular y lo culto, lo plebeyo y lo patricio, lo urbano y lo rural, lo concreto y lo abstracto, lo gremial y lo general, lo oficial y lo dialectal, lo académico y lo bárbaro, lo coloquial y lo gramatical, lo continental y lo insular, lo ibérico y lo iberoamericano.

De la cuadra de entrevistadores y moderadores de leyenda

En 1978 comenzó la España moderna con la Constitución en el Parlamento y la presentación de Gárgoris y Habidis en el Ateneo. Repasen los nombres de los Padres de la Constitución y de aquellos que presentaron la obra junto al autor: Luis Racionero, Dámaso Alonso, José Luis López-Aranguren, Julio Caro Baroja, Torrente Ballester, Fernando Savater, Agustín García Calvo y Fernando Arrabal. Ahora comparen con nuestro actual panorama de luminarias políticas y culturales y lloren. Da la impresión de que cuando Sánchez Dragó nos ilustra la cara B de la historia de España, la de judíos, moros, gitanos, agotes, pasiegos, vaquerizos, maragatos y quinquis, es porque él mismo era un poco todo eso, y además cardenal en el Vaticano, torero en Ronda, Clara Campoamor en el Parlamento republicano y don Juan en un convento sevillano.

Sánchez Dragó pertenecía también a una cuadra de entrevistadores y moderadores de debate de leyenda, de Soler Serrano a Balbín pasando Jesús Quintero y él mismo. Es célebre aquel programa en el que Fernando Arrabal, otro que tal, intentaba explicar el milenarismo a unos asombrados contertulios mientras el propio Sánchez Dragó trataba de que no se cayera de la mesa a la que se había subido. Sus programas literarios eran magníficos, cultos sin pedantería y cordiales sin afectación. Su media sonrisa más traviesa que maliciosa y su mirada brillante eran seductoras tanto para mujeres a las que atraer como para intelectuales a los que interpelar (en ocasiones, claro, tanto para lo uno como para lo otro).

Todavía tuvo tiempo de abrirse una cuenta en Twitter, él que era tan enemigo de moderneces y de modas. Y de camelar a Santiago Abascal para que propusiese como candidato independiente por Vox a un antiguo comunista como Ramón Tamames. Genio y figura hasta la sepultura, tuve el honor de conocerle cuando me invitó a hablar de uno de mis libros en su programa de cultura en Telemadrid: cordial y afectuoso, poseedor de un aura de vibrante espiritualidad dorada.

Se suele decir que los valientes mueren una sola vez y los cobardes, mil. También hay rarezas como Sánchez Dragó, un hombre que vivió mil veces porque tuvo mimbres y voluntad para reinventarse, desconcertando a los que únicamente son capaces de imaginar una forma de vida y siendo fiel a una divisa: la de la autenticidad, la verdad por delante y, como se llamaba uno de sus programas, poniéndose el mundo por montera.

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