
La ministra de Sanidad, Mónica García, ha vuelto a recurrir a un término inexistente en el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) para dar nombre a un fenómeno real: la obesidad infantil. Lo ha hecho hablando de "cultura obesogénica", una expresión llamativa pero que no existe en el español normativo y cuyo uso, más allá del ámbito médico-técnico, entra de lleno en el terreno de la neolengua política.
No es la primera vez que desde el actual Ejecutivo se juega con el lenguaje para proyectar una determinada agenda. Ya ocurrió con el famoso "todas, todos y todes" de Irene Montero, que convirtió los pronombres en consignas. Ahora, en lugar de hablar con claridad sobre hábitos poco saludables o políticas de salud pública ineficaces, se recurre a términos rimbombantes y de escasa base lingüística, como "cultura obesogénica", para dar apariencia de profundidad a lo que debería ser una política clara y concreta.
Palabras inventadas, mensajes confusos
Ni "obesogénico" ni "cultura obesogénica" aparecen en el diccionario de la RAE. Tampoco forman parte del vocabulario habitual fuera de ciertos documentos técnicos o estudios académicos. El Ministerio de Sanidad hace uso de este término en documentos oficiales como en la página seis de la Base de Datos Clínicos de Atención Primaria, Prevalencia de la obesidad infantil a partir de la medición directa registrada en la historia clínica disponible en los registros clínicos de atención primaria (BDCAP).
Si el objetivo es que la ciudadanía entienda el problema, sin ideologías, existen formas perfectamente válidas y comprensibles para referirse a esta realidad:
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Entorno que favorece la obesidad
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Hábitos sociales poco saludables
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Cultura alimentaria nociva
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Modelo de vida sedentario impuesto
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Sociedad que promueve el sobrepeso
Todas estas expresiones cumplen con una condición básica: se entienden, están en el diccionario y no tratan de reeducar al hablante desde un prisma ideológico.
Cuando el lenguaje se convierte en trinchera
La lucha contra la obesidad infantil merece medidas urgentes, no eufemismos. Pero el Gobierno parece siempre más interesado en moldear el idioma que en resolver los problemas reales. A fuerza de crear etiquetas y términos forzados, se corre el riesgo de desviar el foco de lo importante: mejorar la salud pública sin disfrazar la realidad con inventos lingüísticos.
Porque una cosa es combatir el sedentarismo y la mala alimentación, y otra muy distinta es inventarse un lenguaje nuevo para contarlo.
