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Elogio de Sydney Sweeney

La aldea global contemporánea, mucho más puritana que la polis griega, no soporta el poderío de la belleza femenina desplegada sin complejos.

La aldea global contemporánea, mucho más puritana que la polis griega, no soporta el poderío de la belleza femenina desplegada sin complejos.
Sydney Sweeney. | Alamy

En el año 414 a. C., el sofista Gorgias escribió una apología de Helena. La esposa de Agamenón, secuestrada por Paris, se había convertido a ojos de muchos en la culpable de la guerra de Troya. Gorgias, famoso por ser capaz de defender y hacer ganar cualquier posición en un debate, argumentó que es verdad que se fue con el troyano por su propia voluntad, pero impulsada por unas fuerzas más coactivas que la violencia física: la seducción de Eros y la inevitabilidad del destino. En cualquier caso, y todavía con más razón si fue secuestrada por la fuerza, Helena era inocente de cualquier cargo.

Si hoy hay una actriz que podría encarnar a Helena de Troya es la norteamericana Sydney Sweeney (SS), lo que típicamente se conoce como una rubia explosiva, una mujer de bandera, un pibón. En cualquier caso, una mujer por la que el mismísimo Aquiles se escaparía del Hades, Zeus se transmutaría en una lluvia dorada y Palas Atenea dudaría de su virginidad. SS ha sido criticada por protagonizar un anuncio en el que se enfunda unos jeans como Marilyn Monroe se enfundaba un vestido rojo en Niágara y hacía explotar la cabeza de Joseph Cotten, las cataratas y los espectadores.

La aldea global contemporánea, mucho más puritana que la tan apolínea como dionisiaca polis griega, no soporta el poderío de la belleza femenina desplegada sin complejos. A SS la han acusado de fascista y a American Eagle —celebremos las marcas que desafían a la tiranía woke y el resentimiento de los feos acomplejados— de eugenesia. Poco menos que han comparado a SS con las SS, pero lo cierto es que su escote es una celebración de la vida que no soportan las viejas del visillo y las que tratan de hacerle un exorcismo mediático transfiriendo hacia la, por otra parte, estupenda actriz —como lo era Marilyn Monroe— su autoodio existencial.

El pecado de SS, como el de Helena, es ser demasiado visible, demasiado evidente, demasiado poderosa en su capacidad para convocar la admiración, el deseo y la envidia. En tiempos de hipersensibilidad y dogmatismos igualitarios, la exhibición orgullosa de la belleza —y más si es femenina— resulta incómoda, incluso intolerable, para quienes aspiran a una sociedad desprovista de dioses bellos y mitos de excelencia, ni física ni intelectual.

Pero la realidad es tozuda: hasta los algoritmos tiemblan ante la aparición de una diosa. Le preguntaban a Grok, la IA de Elon Musk, con quién se liaría en un tórrido affaire y, sin complejos, señalaba a Scarlett Johansson. Los caballeros las prefieren rubias, como nos enseñaba Howard Hawks, y los algoritmos, también. Si esto no es una muestra de que la IA es humana, incluso demasiado humana, que venga Turing y lo vea. Así como Helena no tuvo la culpa de que griegos y troyanos se aniquilaran mutuamente por ella, SS no es responsable de que el mundo siga girando en torno a aquellas raras mujeres capaces de suspender el juicio de los hombres y provocar el asombro de las diosas. No es su culpa, sino una condición vital. En algo estaban de acuerdo Gorgias y Platón, enemigos en todo salvo en que tal vez la belleza sea la única fuerza verdaderamente inocente.

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