
Le rendí tributo el pasado agosto en Libertad Digital, cuando supe que no estaba bien, porque quería que pudiera leerlo en vida. Después de todo, tuve oportunidad de decírselo más de una vez, en gran parte me dediqué a esto de las letras y las sátiras por su culpa, que desde niño, amasé sus libros y columnas como un tesoro, como un remanso a través del que ver con una sonrisa el mundo hostil que nos rodea.
Hoy corren ríos de tinta en su memoria, y casi todas las firmas están más autorizadas que la mía para recordar al maestro y al amigo. Lo conocí hacia el 2013, cuando lo llevamos de invitado a No me lo Quero creer, el programa de humor en el que participé junto a mi querido compadrito Javier Quero en aquella Intereconomía TV que fue una fiesta. Ussía vino al programa, lo entrevistamos, y compartimos después mesa y mantel durante horas. Al día siguiente nos dedicó a Quero y a mí su contra de La Razón, generosísima, pero afeándonos mil veces en su columna lo incómodas que eran las sillas de nuestro plató, hijas de la enfermedad del diseño moderno.
Desde entonces mantuvimos amistad, esa extraña amistad que surge hacia el maestro que admiras, reencontrándonos cada poco según los vaivenes de las cosas de la vida, pero siempre afectuosa y noble. Conversar con él, con un whisky en medio, ya en el Intercontinental, ya en el José Luis del Bernabéu, era siempre una celebración, un paseo por lo más cachondo de la historia de España, que desplegaba un anecdotario del humor interminable, y tenía además lo más difícil, la gracia de saber contarlo.
Le escuché hablar mucho de Don Juan, del maravilloso mundo de Tip, y me reí a carcajadas el día que me desgranó en confidencia la galería de personajes famosos más coñazo de España, algunos buenos amigos suyos, que lo cortés no quita lo tedioso. Una noche le pedí la crónica pormenorizada del zapatazo de Norma Duval a Jimmy Giménez-Arnau en Protagonistas, inmortalizado en una foto que parece un cuadro de humor surrealista, con Ussía indiferente a la agresión con la mirada en un horizonte de melancolía, y en el minuto a minuto de la historia me dio tal ataque de risa que zapateé mi ron sobre el mantel, pero él continuó, como si nada, descojonado perdido, recordando el célebre momento.
En un acto de La Razón me presentó a Susana Griso, altísima y con los tacones en la mano, mientras apurábamos un cigarro en el exterior: "¿A que nunca imaginaste conocerla descalza?". En otra ocasión me presentó a su entrañable mujer, Pilar, en algo que organizaban sus hijos Bosco y Alfonso. Era la breve etapa en que me hicieron director de Neupic, novedoso formato de periodismo de autor por el que habían apostado, y en el que reunimos la mejor colección de columnistas del panorama español. Confirmé entonces que, a veces, para entender de todo al personaje, necesitas conocer a su mujer.
No recuerdo el motivo de aquella cita, pero al salir un día de comer con nuestra común amiga Mónica Pont, nos vimos siluetados en un espejo del restaurante, ella iba entre los dos, y comentamos que parecíamos una maldita peineta. Alfonso tenía el ojo del humor, carísimo elemento del talento, y sabía ver donde otros no veían. Con ese punto de humor cabrón que a menudo le nacía, me llamó en una ocasión con gran premura para sentarme junto a él en un sillón en un largo pasillo de la tele, solo para que contemplara desde allí las dificultades para caminar sobre larguísimos tacones de una tertuliana de extrema izquierda, que más tarde fue tristemente célebre, que recorría el pasillo como si fuera un campo minado.
Justo es decir que, más allá de la risa, desde Mingote hasta Tip, asomaba en su abanico de recuerdos una cierta sensación de orfandad, una sutil melancolía, que cada poco tiempo se daba cuenta de que casi todos los amigos que evocaba en sus conversaciones ya no estaban.
En una época de exceso de trabajo, mi talento innato para comprometerme a escribir más allá de lo que puedo llegar, me quejaba yo de las dificultades que enfrenta a menudo el columnista que vive matrimoniado con la sátira, que hay días sin ganas de reír, que el artículo sonriente requiere el triple de esfuerzo que la columna anodina, y me dio la mejor receta sobre el oficio: "La semana tiene siete días, siete artículos. En un par de ellos puedes hablar de política, que es lo que se pide. En el resto, lo bueno del humor es que puedes centrarte en algo completamente irrelevante, una aceituna, puedes escribir sobre una aceituna, a menudo lo más absurdo resulta lo más entretenido, lo único irrenunciable es que el último golpe de humor de la columna debe ser el más divertido de todos". Pocos como él han manejado mejor los tiempos narrativos de lo que llamaba "el temblor diario", el arte de enfrentarse a la página vacía.
Siguiendo la pauta de Ussía debería concluir la columna con su anécdota más divertida, pero no me sale. Porque más allá del puñado de momentos que tuve la fortuna de compartir con él en los últimos años, el nombre de Alfonso Ussía me lleva a la estantería de la habitación de casa de mis padres, a Sotoancho, al verano del Manual del ecologista coñazo, y al Tratado de las buenas maneras, a mi prematura afición al humor político, o a los días en que mi abuelo sonreía frente al televisor en la tertulia que presentaba Coll, con Ussía, con Tip, con Ozores, con Mingote y tantos otros grandes del humor español. Y ya no sé si me entristece más la desaparición del maestro, o el vértigo de que se lleve con él la memoria primera de una infancia feliz.
