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Juan Manuel González

Crítica: 'El Justiciero', con Bruce Willis

El Justiciero es un remake de una de las películas más celebradas de Charles Bronson.

El cargado ambiente social que dio lugar a El Justiciero de la Ciudad, una de las películas más famosas de Charles Bronson e icono del thriller setentero, no ha cambiado en lo esencial tras la marcha de Obama. Precursora de todo un género de vengadores urbanos y una saga progresivamente arrinconada a la esquina en los videoclubs según la era Reagan agotó sus expectativas (la tercera entrega es, por cierto, famosa por lo hilarante de su violencia) la película se recuerda ahora con más afecto de sus adeptos (y odio de sus detractores) que verdadero respeto. Pero pese al largo hechizo de ocho años al que el demócrata sometió a americanos y europeos, el crimen y el odio racial siguen en primer término en los titulares de la prensa americana, y la llegada de este remake con Bruce Willis ha debido resultar entre molesto e intrascendente a una sociedad que, tras la marcha de su primer presidente negro, y saludando a su primer superhéroe negro de la Marvel, parece estar recibiendo todo un baño de realidad. Da la impresión que el contexto de blockbusters superheroicos que sostiene la industria, la ola de corrección política así como recientes masacres reales (además de la típica y tópica condescendencia crítica a este tipo de productos de serie B, una lucha más dura de librar que la del protagonista) ha deformado la recepción a este nuevo Paul Kersey, en esta ocasión no un arquitecto sino un cirujano dispuesto a extirpar el crimen de las calles tras un brutal ataque a su familia. Su arma no va a ser, claro, un bisturí ni las meditaciones de Marco Aurelio, sino una serie de pistolas y rifles cuyo funcionamiento aprende (en uno de los abundantes episodios de humor que entre surreal y real) a partir de tutoriales de Youtube.

¿Descenso personal a los infiernos o ascenso a los altares de un nuevo pistolero americano? Ustedes eligen, parece decirnos con sorna Eli Roth, autor de la saga Hostel y firmante de un actioner con gusto por el humor negro y ciertos arrebatos de gore propios del autor. El director acierta a la hora de insuflar cierto aire de terror y tensión a ciertas secuencias, como la invasión doméstica del inicio y algunos episodios con gusto por lo sangriento. Y la interpretación de Willis, que por primera vez en un puñado de años no confunde desgana con hosquedad, ayuda a la película. Pero la falta de sutileza de un filme con alma de serie B como El Justiciero no quita tener algo de clase, y Roth mezcla ambas cosas a nivel narrativo: en ocasiones su película arruina detalles perturbadores con ciertos golpes de trazo grueso (la inutilidad manifiesta de la policía, subrayada hasta la extenuación) y una manera de entrar a saco en secuencias clave que, junto a lo previsible de su naturaleza de whodunnit (lo que ocurre, o mejor dicho, lo que no ocurre con el personaje de Vincent D'Onofrio, huele a reescritura de guión) enturbian el relato.

El resultado es un entretenimiento bueno y con más contenido del que parece, por mucho que a menudo no sepa gestionarlo. El filme trata de afrontar lo turbio del concepto de manera festiva y alegre y se gana nuestras simpatías por el camino, pero Roth no sabe salir de ciertos líos a la hora de combinar las lógicas servidumbres del relato de "vengador callejero" (nadie duda que los matones van a ir por Kersey, y que el problema de las armas va a quedar justificado) con el retrato grotesco y nada complaciente con una sociedad que ha transformado su espíritu independiente y emprendedor en hostilidad e inseguridad, que no sabe cómo gestionar la situación y por eso asiste al problema moral como si fuera no ya un show televisivo (ah, benditos noventa) sino un meme de internet. El Justiciero retrata una sociedad atrapada en su propio círculo vicioso, incapaz ya de diferenciar defensa y ataque (o venganza) y, por tanto, héroes de villanos, y donde asistimos de manera lúdica al aplauso social dispensado a un héroe que también es un asesino en serie. El Justiciero es, por tanto, un espectáculo ligero que se ve en clave social, y eso está bien, pero se echa de menos (por no salirnos de esos noventa) a un talento del estilo Paul Verhoeven, que hace ya veinte años disparó con balas de verdad y no de fogueo en películas como Robocop o Starship Troopers, dos satiras cuyos tiroteos y bombazos estaban, de postre, plasmados una con mano maestra en el tono y la planificación (y sin insertos o cambios de inflexión intrusivos) que aquí brillan por su ausencia. El holandés, además, hubiera comprendido ese problema que se apunta aquí mucho mejor que un gamberrete como Eli Roth: que Kersey decida vivir en la inmundicia del sótano de su mansión una vez empieza su misión de "limpieza" no deja de resultar un toque molesto a esa misma élite intelectual y social blanca (o sea, la que votó a Obama) salpicada por los problemas de la calle que la infinitamente más aplaudida Déjame Salir presentó con igual sorna, pero quizá, más acierto.

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