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Por qué los Oscar ya no valen para nada (y a algunos nos han dejado de gustar)

La cita anual de la gala de los Oscar volvió a dejar momentos para la historia de la mano de la doble victoria de Parásitos.

La cita anual de la gala de los Oscar volvió a dejar momentos para la historia de la mano de la doble victoria de Parásitos.
Scarlett Johansson y Florence Pugh en los Oscar | Cordon Press

El mundo no necesita a Superman, escribió la ganadora del Pulitzer Lois Lane en su legendario y ficticio artículo convertido en figura recurrente del cómic y el cine. Y si el mundo no necesita un salvador, desde luego ya no necesita a los Oscar, una ceremonia casi centenaria que ahora más que nunca atraviesa horas oscuras. Más allá del horario asesino en España, de la indiferencia que provoca la alfombra roja (a quienes gusten de hablar de películas, no de ropa), de la sumamente egoísta obligación de contar todos los años lo mismo y del hecho evidente de que todo lo que ayuda a ir al cine está indiscutiblemente bien, los Oscar ya no seducen como lo hicieron en tiempos pretéritos, cuando muchos, aún en plena adolescencia, pudimos verlos por primera vez aquellas emisiones en directo del desaparecido Canal Plus.

Una vez superado este párrafo de insoportable onanismo, toca aislar cada uno de los razonamientos de este infantil pero espero que llamativo titular. ¿Quién necesita a los Oscar, un evento que se mueve entre la indignación trumpiana y la autocontemplación, afectado de un decreciente encanto a medida que aumenta la saturación mediática y se suceden cambios trepidantes en el consumo de entretenimiento? Porque la doble victoria de la coreana Parásitos, excelente filme que se ha llevado los premios de Mejor Película, Película Internacional y Director solo puede calificarse de broma en un año de una cosecha cinematográfica especialmente notable. Y la demostración de que en 2020 la politización (mercantilizada) de todo acontecimiento artístico se ha convertido en la moneda de cambio habitual para llamar la atención. Nada importa, en definitiva, si no es en términos de respuesta ideológica, con los Oscar entendidos ya como campo de batalla de una izquierda capitalista que ahora reclama y se apropia, a base de superioridad moral, de un sistema que hasta hace poco rechazaba: los premios de la industria. ¿Resultado? Hollywood ahora parece que premia por compensación, erigido como tutor de las buenas causas, como si Bona Joon-ho necesitase a esas alturas una triple santificación en forma de presea.

Pero vayamos a los hechos, porque eso sí que podemos hacerlo. Hay una espada de Damocles pendiendo sobre los Oscar y es la decreciente audiencia que año a año cuestiona la proyección mediática del que hasta hace una década era la cita indiscutible en el calendario de todo cinéfilo, el acontecimiento del que todo el mundo debía y podía hablar. Aunque su interés no ha desaparecido, sí ha basculado hacia el nuevo campo de batalla de la guerra anteriormente expuesta… y que no es otro que las inevitables redes sociales, allí donde cualquiera puede tener la razón o creer tenerla; donde las polémicas estériles y transitorias marcan la agenda; donde una serie de caóticos fanatismos infantiles y una cansina apología del gusto personal bien sustentado en el capricho y la ideología dominan el día a día. Los Oscar ahora viven en las redes sociales más que en la televisión o en la sala de cine. Un empuje invisible al que los premios, al fin y al cabo un programa de televisión, no han podido sino someterse sin ofrecer (y esta es la decepción) resistencia alguna. Lo que leerán de los Oscar es el discurso reivindicativo de tal o cual premiado (hola, Joaquin), la caída de la actriz despistada o la brillante réplica de Olivia Colman… Sin duda, echaremos de menos el incendiario monólogo de un Ricky Gervais: los Oscar, pese a todo, siguen siendo el súmmum del guión y nada de esto sucederá si no es de manera calculada.

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La coreana Parásitos, gran sorpresa | Cordon Press

Sucede también que la manera de ver las películas y la relación que establece con sus ídolos cambia a lo largo del tiempo. Para empezar, conocer a sus responsables rompe la magia y la magia debe prevalecer sobre la realidad. No hay ídolos que valgan. Y en términos generales, si hace unos años aún se podía defender la existencia de las películas de cómic, ahora, con su asimilación absoluta a los dictados populares, resulta una combinación escasamente desafiante (y más tras la nominación a mejor película de Pantera Negra, por aquello del color de sus protagonistas… y no, por ejemplo, la culminación épica de la saga Marvel, Endgame) que transmitir en términos de crítica cinematográfica, por muy "pop" que nos pongamos. No hay verdadera batalla que librar, si quieren. Todo esto en un año donde, la verdad, las cuatro favoritas (1917, Parásitos, Érase una vez en Hollywood, El irlandés) resultaron ser buenas películas sin que mostrar una preferencia especial por una u otra pueda resultar en una lectura interesante para ustedes, lectores, más allá del gusto personal del cronista, y en el que incluso las segundonas han rayado un buen nivel, el de películas defendibles. Aunque, claro, de eso, de las películas, es sobre lo que menos se ha hablado. Y hablemos un momento de estrellas, pero de las estrellas de verdad. Con Harrison Ford, Robert Redford, Warren Beatty formando parte ya de la retaguardia, sustituidos por Vin Diésels y Kate Hudsons, la época de las grandes estrellas parece haber definitivamente desaparecido ante la primacía de los "high concepts" y propiedades intelectuales que componen el cine de Hollywood. La respuesta a los grandes proyectos sin una autoría particular son los feas y aburridas ofertas Indies como Moonlight o Waves, que un año no y otro sí parecen hacerse con el triunfo y los titulares. ¿Cómo pasear a un Capitán América intercambiable por otro, a un Batman que ya dejó de serlo?

Sin presentador, sin personalidad

Unos Oscar sin presentador. Ya está, solucionado. Es obvio que a la Academia le estaba costando encontrar un sustituto de Billy Crystal o Steve Martin. Ahora, tras algunos desastres como el año de Hathaway-Franco, algún acierto circunstancial como el de Hugh Jackman y ese péndulo de la muerte que es la corrección política a la que la Academia se ha postrado como si fuera su principal credo, por no hablar de la necesidad de acortar cuanto más mejor una gala que año a año perdía audiencia, se ha optado por ir al grano y obviar cualquier asomo de aportar personalidad propia a la gala. Signo de los tiempos.

Antes, el vídeo de Billy Crystal y su posterior intervención eran un evento a esperar y comentar. Ahora, en una sociedad que consume vídeos por internet en el metro, memes el autobús y consulta el timeline en el baño, lo que pueda decir cualquiera ha perdido toda singularidad. Por no decir que, efectivamente, ¿quién podría igualar el perfecto equilibrio entre lengua viperina y cordialidad de los dos mentados arriba? Puede que Kevin James no sea santo de su devoción, pero al individuo se le obligó a pedir perdón por todos los errores de su vida una vez se le hizo la oferta.

Los nuevos dueños de la fiesta

Por extensión de lo anterior…. Me Too, Oscar so white y compañía, plataformas que han encontrado en los Oscar la plataforma perfecta para su propia promoción. Y si no, aquí les resumimos las polémicas de las películas de esta edición: la escasa representación femenina en El Irlandés, la caracterización de Bruce Lee y los hippies en Érase una vez en Hollywood, la apología de la violencia en Joker, en si Joker es o no una película de superhéroes, la caracterización del propietario de Ford en Le Mans 66… y así una larga lista. La mansa Academia se ha plegado a todos los requerimientos convirtiendo las cuotas raciales y de género en su gran libro de estilo, legitimando cada plataforma change.org creada alrededor del evento. Este año las cacerolas sonaron por la ausencia de Greta Gerwig como directora en Mujercitas (una omisión ciertamente inmerecida) o la latina Jennifer Lopez por una película escandalosamente mala como Estafadoras de Wall Street. Naturalmente no contó la ducha de nominaciones de la coreana Parásitos, hecha por coreanos y protagonizada por coreanos, porque son las minorías latinas y afroamericanas las que hacen ruido, no las demás. El caos racial de los justicieros en Twitter llevó a preguntarse de qué color era nuestro Antonio Banderas, por si acaso había algo de lo que quejarse.

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Brad Pitt, en las bambalinas después de ganar | Cordon Press

Evidentemente Estados Unidos tiene temas internos que resolver, y quién no. Pero el afán de convertir los Oscar en un escenario de justicia social, en el evento de la inclusión máxima, de la conciencia bullente, ha transformado la fiesta del cine en una chapa insoportable. Los Oscar siempre han tenido problemas de ritmo, de duración, pero esta dosis de conciencia adicional ha lastrado definitivamente lo que debería ser un show dinámico y emocionante. Si la forma de implicar a un espectador ajeno en una industria que, recordemos, esa noche se premia a sí misma, es decirle lo que tiene que votar y pensar, en decirle algo importante vestidos todos de Chanel y Armani, Donald Trump va a poder morirse en el despacho oval.

Su poco acierto

Lo que nos lleva a… efectivamente, los premiados. Hablemos un poco de cine. 2020 pasará a la historia por la doble victoria de Parásitos, una película excelente pero también una decisión un tanto chocante provocada, probablemente, por las particularidades del voto a la mejor película y todos esos movimientos externos de pura compensación que hemos tratado de explicar. Año tras año la Academia ha demostrado un gusto especial por comprometerse más bien poco bajo la excusa de premiar películas… comprometidas. ¿Quién se acuerda de las películas ganadoras de los Oscar en los últimos años? La olvidada The Artist en 2012 (tenía enfrente a Caballo de batalla, Moneyball o La invención de Hugo), la intensa 12 años de esclavitud (en lugar de El lobo de Wall Street o Nebraska), la insoportable Moonlight (en vez de Hasta el último hombre o Manchester frente al mar)… Incluso la muy entretenida pero convencional Green Book o la excelente Argo fueron ganadoras discutibles de un premio que antaño se disputaban obras mayores. Cuestión de gustos, pero un gusto más bien académico que ha dejado en la cuneta a aquellos que dan la cara como Spielberg, Scorsese o Gibson, y por supuesto el cine de género, no sea que vayamos a premiar algo insustancial, para privilegiar películas coyunturales marcadas por aquello de quedar bien. Cuestión de gustos, repetimos, pero la Academia ha resultado (salvo la jugada coreana de este año) eso, académica.

Show must go on

Porque es un show televisivo "convencional" en tiempos de múltiples y diferentes opciones de entretenimiento en streaming. Puede que el mismo concepto de "gala" se esté quedando tan antiguo como el blanco y negro cuando el consumo de televisión está cambiando a velocidades agigantadas, cambiando el tejido entero de la industria y la emisión tradicional. Una lucha que tiene su reflejo precisamente dentro de la ceremonia con diferentes sectores presionando para que la Academia incluya o no las películas producidas por Netflix, plataforma streaming erigida ya como un estudio capaz de plantar cara en las nominaciones a los siete gigantes (el año pasado Roma, éste con El Irlandés) y suscitando la consiguiente guerra de posicionamientos al margen de razonamientos más o menos afortunados, pero al final pacíficos, como el de Spielberg el año pasado. Este año la cosa parece que vuelve a quedar en tablas, con la película de Scorsese haciéndose con un buen número de nominaciones pero erigiéndose, finalmente, como la gran perdedora del evento, como siempre en el caso de Scorsese desde la ya lejana (y discutida) Infiltrados. Porque hay más cosas que ver, vaya, entre ellas el nuevo capítulo de Picard en Amazon.

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Los Oscar | Cordon Press

Quién es quién

Las barbaridades contadas en Hollywood Reporter en su reportaje "brutally honest" anual con declaraciones anónimas de algunos de los 8.469 académicos que votan, y repleta de perlas como que en Le Mans 66 es "odiosa porque un piloto no puede mirar a otro piloto mientras le adelanta" o "la ridícula línea temporal de Mujercitas, menos mal que Saoirse Ronan se cortó el pelo como referencia"; por no hablar del "quiero que gane un director estadounidense. Los Oscar son una cosa americana" aplicable a la mitad de los actores británicos nominados año tras año. Al final, y teniendo en cuenta que los profesionales votan a otros profesionales, uno solo puede pensar en quiénes y en base a qué criterios votan las supuestas películas más importantes del año. Atención a la verdad como un templo declarada por un director nominado al BAFTA sobre su voto en los Oscar, y que delata la orientación del voto: "Escojo Érase una vez en Hollywood. Me inclino hacia mis amigos, y Quentin es un amigo".

Vayan al cine

Los Oscar son un programa de televisión para tener audiencia y aumentar la taquilla de las películas, y eso es bueno en tiempos de "mantita y Netflix", un fenómeno que ha motivado que los estudios arriesguen cada vez menos dinero en películas medias, arriesgadas o independientes. Todo bien hasta aquí, pero ¿cuánto? Y… ¿por qué? ¿Influye en las nominaciones y premios que la ABC Televisión Group que emite los Oscar sea propiedad de Walt Disney, que ahora posee también en sus activos el estudio hasta ahora conocido como 20th Century Fox? ¿Merece la pena el evidente aumento de la taquilla de las películas que protagonizan la gala? Un fenómeno evidente pese a que evidente es también que el interés decrece. Dudas razonables que, sin embargo, no perjudicarían tanto el show como aquello en lo que ha devenido, y que es exactamente lo que describíamos arriba. Parafraseando al gran guionista William Goldman, recientemente fallecido, en Hollywood nadie sabe nada.

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