Los hay románticos, arriesgados en la farándula. Y Juan Diego lo fue una vez el año 2004, siendo un primerísimo actor, popular y con aureola suficiente para llenar teatros con el sólo anuncio de su nombre. Mas aquella temporada fracasó, arruinándose al frente de su compañía. Y para subsistir y pagar cuanto debía hubo de recurrir a un banco, pedir un préstamo y estar unos años "sin tabaco", como se dice en el argot taurino. Es el lado oculto de muchas figuras. A Juan Diego le pudo su vocación teatral, porque es allí, en el escenario, donde de verdad se miden los grandes como él lo fue, sin demérito de la popularidad que alcanzara, primero en televisión y más tarde en el cine.
La vocación de actor manifestada ya en su etapa de estudiante cristalizó en su juventud al trasladarse desde su pueblo, Bormujos, a Sevilla, donde en cuadros de aficionados llegó a representar con el TEU (Teatro Español Universitario) Esperando a Godot. En Madrid, sus escarceos le permitieron desde apariciones de "extra" en Televisión Española a papeles ya más importantes: la serie Mi hijo y yo, trampolín para ser reclamado en telenovelas y en aquel legendario "Estudio 1". Me confesó, con la sinceridad que siempre fue lema de su idiosincrasia: "Aquella popularidad que obtuve me hizo mucho daño, pues me convertí en un ser insoportable y engreído".
Me contó más cosas el actor en una de las diversas entrevistas que sostuve con él: "Tras estrenar la comedia Acelgas con champagne y realizar mi primer viaje al extranjero representando obras de Jacinto Benavente, me lié la manta a la cabeza y formé compañía propia, para lo cual hube de vender mis libros, mi tocadiscos, microsurcos, el televisor… Así estrené La noche de los asesinos, con Emma Cohen y Julia Peña. Perdí dinero, pero me dí el gustazo de hacer teatro vanguardista. Luego, en 1970, Emilio Gutiérrez Caba, María José Alfonso y yo, decidimos formar otra compañía y estrenamos "Olvida los tambores, de una autora novel que hasta esas fechas sólo había escrito novelas, mi novia por entonces, Ana Diosdado. Con buenos resultados artísticos y económicos; hasta la estrenamos en Buenos Aires".
Ya había debutado en el cine, en películas de Eloy de la Iglesia, algunas de ellas disparatadas en su habitual argumentario. Juan Diego trabajaba más asiduamente en televisión y en teatro, conocido pero sin gozar de la popularidad que tendría tiempo después. Era más activo en sus reivindicaciones profesionales desde su ideología política de izquierdas y en 1975 fue uno de los más persistentes en organizar la huelga de actores en demanda de unos derechos para su gremio.
Es a partir de su unión artística e íntima junto a Conchita Velasco cuando sus interpretaciones teatrales alcanzan un nivel de categoría, en La llegada de los dioses, de Antonio Buero Vallejo, y el clásico Abelardo y Eloísa. La crítica y la taquilla respondieron positivamente aquellos estrenos. Una pena que la ruptura sentimental de la pareja diera al traste de que prosiguieran su afortunada unión escénica más asiduamente.
La década de los 80 rubricó el talento de Juan Diego, muy estudioso en sus trabajos en teatro fue Don Juan Tenorio y Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?. Su papel del señorito Iván en Los santos inocentes, la célebre novela de Miguel Delibes llevada a la pantalla, con la experta dirección de Mario Camus, le sirvió para consagrarse definitivamente como un actor de primera fila. Si en Cannes premiaron a sus compañeros Paco Rabal y Alfredo Landa, muy justamente, él también debiera haber compartido de aquella tarta. Pero claro, tres en la ronda de premios… Y es a partir de entonces cuando, sin abandonar el teatro, Juan Diego desarrolla una ininterrumpida relación con el cine, hasta alrededor de medio centenar de filmes hasta la fecha. La corte de Faraón, Los paraísos perdidos, El viaje a ninguna parte… Es ahí donde a las ódenes de Fernán-Gómez, que hacía doblete, como protagonista, desarrolla un papel destacado como representante y administrador de una compañía de cómicos de la legua. Era el año 1986, cuando rodó cinco películas nada menos, otra de las cuáles era Dragón Rapide, título que respondía al avión que utilizó Franco para iniciar su sublevación desde Marruecos. Al actor sevillano no le importó transmutarse en tal personaje, tan contrario a su ideología.Y lo hizo con brillantez y tics que pueden calificarse de satíricos.
De 1988 era La noche oscura, dirigida por Carlos Saura. Juan Diego consideraba que fue su papel más difícil, y para él, su más conseguida interpretación cinéfila: el de San Juan de la Cruz. Lo mismo que fue fraile en El rey pasmado, de Imano Uribe, de 1991. Ocho años más tarde se despelotaba en París-Tobuctú, como un anarquista. Luís García Berlanga, el realizador ya en el declinar de su genial filmografía, comentó que quien mejor se desnudaba ante las cámaras, sin pudor alguno, con naturalidad, era Juan Diego. Al que contrató José Luís Garcia para su película en blanco y negro el año siguiente en You´re the one.
Volvió reclamado por Carlos Saura para intervenir en El séptimo día, con argumento de la vida real, la de aquella tragedia de Puerto Urraco, con dos familias extremeñas enfrentadas por unas tierras, que acabaron a tiro limpio Y, como no le faltaba trabajo, simultanéo lo que siempre hizo: cine, teatro y televisión, tres medios donde dejó su impronta de excelente actor. Así por ejemplo en la obra de Eurípides Hipólito. O en 2001 en una miniserie televisiva, fragmentada en tres capítulos, Padre coraje, sobre un suceso que había ocurrido, el progenitor de un muchacho asesinado en una gasolinera de la que era encargado a la medianoche y al que unos delincuentes lo mataron para hacerse con la caja, y que no cejó hasta descubrir quiénes habían cometido tal homicidio, para lo cuál hubo de luchar denodadamente varios años. Juan Diego bordó ese personaje trágico con infinita hondura. Transcurría 2003 y logró otra soberbia interpretación en el filme de Manuel Gutiérrez Aragón La vida que te espera, personificando a un rudo campesino pasiego, viudo, con dos hijas, a las que protege y quiere aun a costa de esconder su cariño tras su carácter autoritario.
Y en esos años del nuevo iglo XXI continuaba felizmente su carrera, cuyo magisterio era reconocido por toda la profesión. No en vano, en cuanto al cine, ya había sido nominado nueve veces para los Goya y obtuvo tres: uno al mejor actor por Vete de mí, que asimismo le supuso la Concha de Plata del Festival de San Sebastián; y otros dos al mejor actor de reparto, en El rey pasmado y París-Tombuctú. Su representación más brillante de estos últimos tiempos fue La gata sobre el tejado de cinz caliente. Cinco años permaneció en la serie Los hombres de Paco, como el comisario Castro, para seguir ya en tiempos más cercanos en otra de Netflix, Xtremo. Para el cine, El cover, su cinta más reciente. Y otro par de filmes pendientes de estrenar, Venus e Historias.
Por lo contado no es difícil constatar que fue un actor que se enfrentó a personajes diversos. Que él representó con toda verosimilitud. Porque estudiaba guíones y libretos escrupulosamente. Un actor de lo de antes, lo han calificado a su muerte varios de los actores y directores que estuvieron a su lado. Lo que viene a decir que hoy, con las excepciones de rigor que se quiera, se echarán de menos actores como el sevillano que nos acaba de dejar. Un Maestro, que a propósito escribimos con mayúsculas.