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¿Para qué?

En la vida intento comprometerme lo menos posible con nada, no vaya a ser que después tenga que aguantar con lo pactado hasta el final.

En la vida intento comprometerme lo menos posible con nada, no vaya a ser que después tenga que aguantar con lo pactado hasta el final.
Woody Allen | Archivo

Algunos días, generalmente los más calurosos y angustiantes del verano, me da por acordarme del soldado de la fábula de Cinema Paradiso. Me refiero a la fábula que Alfredo le cuenta a un Totó exageradamente enamorado, que es como se enamoran siempre los adolescentes, sobre todo si son italianos y han crecido inspirando bandas sonoras de Morricone a orillas del Mediterráneo. En esa fábula, digo, un soldado se queda prendado de una princesa y esta, arbitraria y cruel como sólo pueden serlo los trofeos más preciados, le exige, para conquistarla, permanecer cien días y cien noches haciendo guardia bajo su ventana. El soldado accede, qué va a hacer. Aguanta impávido cien días y noventa y nueve noches anclado al suelo igual que una promesa, se convierte casi en una estatua semiderruida por la lluvia, los insectos y el polvo, pero cuando ya está a punto de alcanzar su anhelo, a pocas horas de la meta, sin previo aviso, se levanta y se va sin decir nada. Lo más bonito de esta historia, en cualquier caso, no es la historia en sí, sino la manera que tiene Alfredo de cerrarla. "No me preguntes qué quiere decir porque no lo sé", le dice a Totó, cuando abre la boca. "Si tú lo entiendes, dímelo". Tiendo a pensar que la forma más sabia de vivir no consiste sólo en aceptar que no se sabe nada, realmente, sino en dejar que los que saben menos celebren su adanismo junto a ti.

A la fábula del soldado se le pueden encontrar infinidad de explicaciones, todas correctas en la medida en que ninguna lo es. A mí me gusta pensar en ella los días más angustiantes del verano porque suelen ser los días en los que más veces me asalta el para qué. Se trata de un impulso llevadero. Algo que supongo que todos hemos experimentado pero que sólo los más débiles hemos hecho nuestro hasta el punto de aprender a superarlo dejando que nos supere él. Es esa voz que surge el día que has salido a correr después de meses postergándolo y que se espera exactamente dos kilómetros para decirte que qué más da que no completes tres, como te habías exigido, si en realidad correr es de cobardes y hasta hay estudios que demuestran que hacerlo en pleno julio en Madrid denota un alto grado de retraso mental. Es esa negociación tremendamente lógica que te ayuda a comprender que a lo mejor has perdido el foco, de tanto obligarte a resistir. Que para qué tiene sentido estar aquí bajo la lluvia por una princesa de la que no recuerdas ni su cara, reconócelo, si en el fondo sabes que cuando todo acabe la vida será bonita únicamente durante el tiempo que tardes en darte cuenta de que te has casado con una pérfida que fue incapaz de ofrecerte un mísero paraguas cuando ahí afuera se te empapaba hasta el dolor. Amigo, date cuenta, de verdad…

En la vida es tan importante serle fiel a la palabra como inevitable arrepentirse alguna vez. Por eso yo, principalmente, lo que hago es comprometerme lo menos posible con nada, no vaya a ser que después tenga que aguantar con lo pactado hasta el final. De todas formas, si la cosa acaba dándose y me surge el para qué en mitad de un empeño irrevocable, me gusta imaginarme igual que Woody Allen preguntándole a alguna inteligencia superior qué sentido tiene que acabe la carrera, por ejemplo, o de escribir este artículo, si al final del todo nada quedará. Me visualizo a mí mismo y hasta me río viendo mi cadáver en una camilla en blanco y negro, como la de la película. Y escucho a la enfermera comerse su manzana antes de explicarle al espectador lo paradójico que es que me haya muerto sin haber resuelto el sinsentido que tanto me impidió vivir cuando viví. Si alargo la fantasía lo suficiente, antes de que pueda pensarlo ya he cubierto el cupo de palabras requerido, o he terminado de dar los pasos que tenía que dar, y todo el para qué que me atosigaba pierde por completo su poder. En esos casos suelo ponerme gallito y pienso que aunque siga sin saber muy bien por qué hago lo que hago, tampoco sé decir por qué iba a ser mejor dejarlo de hacer. Mi objetivo, a fin de cuentas, es ser un poco como el soldado de la fábula. Ese hombre que cayó en la cuenta de su error la primera noche de tormenta pero permaneció noventa y ocho más, sólo para poder decirle a la princesa que si la rechazaba no era por no poder cumplir con sus promesas, sino por no recordar muy bien qué le hizo aceptarlas en primer lugar.

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