
Un caluroso atardecer de 1972 fui al cine de mi barrio a ver una película sobre la cual, como era lo normal en aquellos tiempos, poco y nada se sabía. Se llamaba Contacto en Francia y su director era un tal William Friedkin. Un mes después la obra ganó cinco premios de la academia incluyendo mejor dirección.
No sé cómo me permitieron ingresar a la sala -la película estaba calificada como no apta para menores de 18 años- ni tampoco recuerdo como salí de ella ya que al finalizar estaba como hipnotizado. Aún sin poder ponerlo en palabras, en aquel momento sentí que había visto lo que más tarde supe Hitchcock llamaba cine puro: una historia contada con muy pocas palabras y con fotogramas ensamblados como si fuesen notas musicales de una melodía.
"Los grandes músicos de jazz no tocan leyendo una partitura sino vibrando desde lo más profundo de sus emociones. Así es como intento dirigir mis películas", dijo Friedkin durante una entrevista en 2013, pocos días después de la aparición de su libro de memorias.

William Friedkin (1935-2023) fue un talentoso narrador de historias. No solo era un maestro en el arte de contar con imágenes sino también con palabras, tanto en el registro oral como en el escrito. Su libro, The Friedkin Connection, publicado en 2013, es prueba de ello.
Desde las primeras páginas Friedkin insinúa que la historia será una pendiente hacia abajo. Quizás, como reflejo de su vida verdadera, o por su inveterada preferencia por el anticlímax. El final de Contacto en Francia, ganadora de cinco Oscars incluyendo mejor dirección, es la prueba más gráfica de su desprecio por el optimismo frívolo.
En el prólogo cuenta cómo, en 1979, mientras filmaba Cruising, tiró a la basura varios collages que un artista desconocido llamado Jean-Michel Bastiat le había regalado en reconocimiento a la calidad de sus películas. Para la misma época, dice, rechazó el ofrecimiento entusiasta de un joven músico de filmar un videoclip para un nuevo canal musical: MTV. El joven se llamaba Prince. "No acepté acciones de Mike Tyson cuando fue descubierto por Cus D’Amato, quemé todos los puentes y nunca jugué de acuerdo a las reglas del momento, dilapidé todos los dones que Dios me había dado y traté a la gente del mismo modo que había tratado a Basquiat y a Prince. ¿Puedes ser un buen esposo, un buen padre o un buen amigo cuando eres inmune a los sentimientos de los otros?"
Friedkin era adicto a las confrontaciones
El libro está plagado de encontronazos memorables. "Se ha escrito mucho sobre la libertad que disfrutaban los jóvenes cineastas en la década del ‘70", escribe. "De hecho, Coppola, Spielberg y yo, entre otros, estábamos a menudo en desacuerdo con los estudios y siempre a un paso de ser despedidos." En una oportunidad, al calor de una discusión sobre presupuestos, les tomó el pelo a ejecutivos de la Warner sugiriendo que para ahorrar dinero el estudio debía ofrecer al elenco solo una variedad de aderezo para las ensaladas.
Sobre su éxito comercial más grande, El Exorcista (1973), solía decir, a contramano de la opinión de todo el mundo, que no era una película de terror. "El Exorcista es un film mucho más profundo que las películas de terror promedio. Nunca se me pasó por la cabeza hacer una película de terror. Se trata de una historia sobre el misterio de la fe, tema que intenté presentar del modo más realista posible". Para Friedkin todo podía ser subestimado, y lo contrario también.
En 1903, sus padres y abuelos, judíos oriundos de Kiev, habían huido de Ucrania escondidos en barcos de carga para eludir los recurrentes pogroms. Friedkin, nacido y criado en Chicago, caracterizó su adolescencia como pletórica de sueños frustrados: "Desde una edad temprana, mis ambiciones ejercieron abrumadora superioridad sobre mis habilidades. Es un milagro que nunca haya ido a la cárcel." Fue el cine, no la prisión, el ámbito en donde encontró un oficio y su vocación temprana.
Hubris, palabra con origen en la antigua Grecia, puede traducirse como orgullo insolente, arrogancia o desmesura. Hombre de vastas lecturas, Friedkin sabía de qué se trataba. No soprende, pues, que la tercera parte de sus memorias se titule "El tunel al final de la luz". Este es quizás el tramo más interesante del libro porque en él expone su inclinación por decisiones temerarias y conductas desaprensivas.
"La arrogancia me había vencido", dice al recordar la corta vida de The Directors Company, una sociedad en la que participó junto a Francis Coppola y Peter Bogdanovich a comienzos de los setenta. En el libro Friedkin adjudica el fracaso a la irascibilidad de su ego inflamado por el dinero, el lujo y un Oscar. "Había probado la fama y el dinero, y sabían bien. No me di cuenta de lo inestable que era mi base. Mientras me decía a mí mismo que no soportaba a los tontos, trataba mal a la gente que me rodeaba. David Brown, el legendario productor de Hollywood solía decir: "Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los hacen triunfar en el mundo del espectáculo".
Su renuencia a disolver su individualidad en la masa, en la hoguera de la corrección y los buenos modales, condujo a Friedkin por los caminos más difíciles de transitar, más incómodos y solitarios. Después de todo, es sabido que un verdadero creador se condena, siempre e inevitablemente, a la soledad y al escarnio de los mediocres.
Gustavo Jalife es un autor bilingüe. Su libro Der Führer is Your Daddy: Reflections on politics, the news industry and social media from inside the pandemic vortex puede leerse en: https://gjensayos.wordpress.com/
