
En mi casa, como en tantas otras, tenemos una forma peculiar de conjurarnos en torno a aquel refrán que dice que "Dios aprieta, pero no ahoga", cuando de hecho la vida aprieta un poco pero no se acerca ni de lejos a esa cosa farragosa que es matar. Consiste en reunirnos para jugar a las cartas y dejar que ganen los de siempre —siempre ganan los de siempre en todas las familias— para que los que sólo sabemos perder podamos repetir aquello de que "desafortunados en el juego, afortunados en el amor"; que yo no sé qué figura angelical debe esperarme, pero con la cuenta de infortunio que llevo acumulando desde principios del 2000 dudo mucho que pueda permitírmela.
En cualquier caso, se trata de una resignación bonita que, si se ejecuta bien, instala en las cabezas de quienes la han practicado desde niños algo parecido a un hábito del que puede alimentarse el optimismo. No es un tema baladí. Incluso yo, que cada vez que el Madrid levanta una Orejona me pongo a sollozar por si es la última, no he podido desembarazarme nunca de ese reflejo aprendido de la infancia, de ese principio motor que hace que salga de jugar al mus como Al-Khelaifi de la Champions, siempre con el ceño fruncido hasta que tuerzo la primera esquina y extiendo la mirada al horizonte, allí donde esperan los fichajes de verano y las novias perfectas: promesas futuras que la imaginación hilvana para que no podamos aspirar a nada más que a ser felices.
Aprendida la lección, y teniendo en cuenta mi trabajo, me he inventado un método similar que me ayuda a sobrellevar cualquier debacle que tenga que ver con la política: voy leyendo las noticias como si viviese en París y en otra época. Repaso mentalmente nuestra trayectoria descendente: de la "muerte de Montesquieu" a la normalización del plasma; de la toma obscena de la Fiscalía a la colonización paulatina del resto de las instituciones del Estado; de los cinco días de reflexión al aviso convencido de este presidente nuestro que quiere "regenerar la democracia" asesinándola. Y pienso que poco debe faltar para que alguna mujer preciosa me mire compungida y me susurre: "España se derrumba y nosotros nos enamoramos". Estos días, cuando la amenaza de que Sánchez asalte el Tribunal Supremo por la vía de la renovación sectaria del CGPJ parece más probable que nunca, yo sonrío y me repito: "Tan jodidos no estaremos si todavía no he encontrado a mi Ingrid Bergman".
Pensar en Casablanca, además, me es doblemente útil. Primero, porque las penas se sobrellevan mejor si uno se imagina siendo Humphrey Bogart, no me pregunten por qué. Pero segundo y más importante, porque si algo nos enseña Rick es que las islas de felicidad son falsas. Pienso entonces en que esa mujer también me abandonará, de alguna forma. Y en que el mundo seguirá hecho añicos. En que, tiempo después, entrará por esa puerta para hacerme revivir aquel pasado. Y en que tendré que comprobar de nuevo que no es posible ser feliz ajeno al resto. Yo también la dejaré marchar entonces, pero estaré tranquilo. Al fin y al cabo, sólo hay una clase de optimismo comparable al que aporta estar enamorado. Aquel que, aun con pocas esperanzas de victoria, nos recuerda que siempre nos quedará la resistencia.
