
Socialista y feminista, utopista y eugenista, Aurora Rodríguez es la representación perfecta de la radicalidad de la extrema izquierda en los convulsos años de la emergencia de los bolcheviques, los anarco-sindicalistas y los socialistas de puño en alto que cantaban La Internacional compitiendo en el karaoke de cánticos revolucionarios con la Giovinezza de los fascistas mano extendida.
Las feministas de izquierda por una vez están de acuerdo con los franquistas en que tras asesinar a su hija, el mejor sitio para Rodríguez era el manicomio. Pero en su caso, porque tenían que esconder tras los muros de la institución psiquiátrica la prueba más evidente de cómo una ideología sectaria basada en unas premisas maniqueas y conducida por una lógica férrea lleva al desastre, el caos y, finalmente, la muerte. Hay una línea directa que conecta al asesinato de género perpetrado por Aurora Rodríguez con las feministas socialistas actuales que defienden la ideología supremacista feminista, la discriminación contra los hombres por el mero hecho de serlo y la eliminación de la presunción de inocencia porque las mujeres jamás, nunca, de ningún modo, dicen una mentira. Ni, claro, le pegan cuatro tiros a su hija por quítame allá un novio.
El momento clave de La virgen roja, un gran guion de Eduard Sola y Clara Roquet, es cuando en un partido de tenis en el que todo el mundo viste de blanco salvo nuestras protagonistas, de riguroso negro, Hildegart se sincera con su madre diciéndole que ella quiere estar guapa. La mirada asesina de Najwa Nimri, una gran elección de reparto dada su voz sedosa de ultratumba y su seriedad rocosa de iguana.
La película de Paula Ortiz pivota, en realidad, alrededor de Macarena, la criada de las socialistas concienciadas que escriben libros preparando la revolución proletaria mientras Macarena saca las tripas del pescado con el que les va a preparar una opípara cena a las señoras. Macarena es la única en toda la película que tiene los pies en el suelo, a la que la ideología no se le ha subido a la cabeza como un vino peleón y que no habla como un catálogo de clichés al estilo de "el amor y la revolución son incompatibles", "toda ficción es por definición conservadora", o, la peor de todas en la mejor secuencia: Aurora y Hildegart van a un partido de tenis donde todos los espectadores visten de blanco, salvo ellas que van de negro espartano. Claro, son la comidilla del encuentro como un par de ovejas negras en rebaño de inmaculadas ovejas blancas. Entonces, mantienen el siguiente diálogo:
– Hildegart: ¿Por qué no podemos vestir como todo el mundo?
– Aurora: Una mujer es libre en tanto se libra de todo juicio externo.
– Hildegart: Pero yo quiero ir guapa.
Este es el momento exacto en el que Hildegart es asesinada, cuando la mirada taladradora de su madre la fulmina en silencio. Los cuatro tiros vendrían después, tras atreverse a leer folletines románticos, querer beber champagne y, horror de horrores, enamorarse como una pequeña burguesa cualquiera.
Decía el sofista Protágoras que el hombre es la medida de todas las cosas. Llevamos veinticinco siglos discutiendo si se refería más bien al individuo, la comunidad griega (el resto es barbarie) o la especie. Cuando Aurora Rodríguez dice que es la mujer la medida de todas las cosas se refiere a su proyecto utópico, socialista y eugenésico –en suma, totalitario– de convertir su ideal de mujer perfecta en el lecho de Procusto donde encerrar a todas las mujeres de carne y hueso para desmembrar sus sentimientos, sus querencias e incluso sus miembros siguiendo el patrón colectivista de ideales perturbados, reglas estrictas, moralina maniquea y planificación fanática.
Un recordatorio de que sus herederas de hoy van de Carmen Calvo a Irene Montero, todas ellas montadas en el nuevo paradigma opresivo que culpa a los hombres de todos los males al tiempo que trata de borrar a las mujeres que no pasan por su aro: la ideología de género. Le decía Aurora a Hildegart: "Freud en el sexo, Nietzsche en el pecho, Marx en la cabeza", con semejante triunvirato como guías morales, la cosa no es que pudiese salir mal, es que iba de cabeza a lo peor. En la actualidad, el triunvirato para las femifanáticas está formado por Judith Butler, Zizek y Harari. Hemos pasado de la tragedia a la farsa, de grandes filósofos a pequeños fantoches, pero la izquierda sigue chapoteando respecto a los temas feministas en la hipocresía, el delirio y el crimen.
