
El último de los clásicos del siglo XX, el primero de los vanguardistas del XXI, David Lynch realizó el testamento del siglo que inventó el cine con El hombre elefante (1980), un hermosísimo canto humanista en el que el director norteamericano llevaba a su más perfecta expresión el mandamiento de la estética desde Santo Tomás de Aquino uniendo lo "verdadero" (verum) a lo "bueno" (bonum) y a lo "bello" (pulchrum).

Sin embargo, a partir de Dune (1984) y con los sucesivos de hitos de Terciopelo azul (1986), la serie de televisión Twin Peaks (1990-1991) y Mulholland Drive (2001), Lynch nos sacó del cielo de la sencillez lineal en blanco y negro del biopic de John Merrick, el hombre afectado de elefantiasis mortal y buena voluntad a prueba de desgracias, para trasladarnos a una complejidad laberíntica que ya no llevaba el sello de la estética medieval tomista, sino de la infernal conjura rimbaudiana en la que una narrativa oscura se aliaba con un simbolismo telúrico y una atmósfera onírica que culminó, ya en el siglo XXI, con Mulholland Drive, considerada en una encuesta de BBC Culture entre críticos de cine de todo el mundo, la mejor película en lo que llevamos del siglo XXI. La encuesta se realizó en 2016 y desde entonces no se ha hecho nada que pueda competir ni de lejos con Lynch, salvo, quizás, la megapelícula de otro talento sin igual por lo ambicioso, desmesurado e incomprendido, Coppola y su Megalópolis.

Si Kafka concebía que un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros, Lynch mostraba con su cine que una película debe ser la llama que incendie el bosque petrificado en nuestro interior. Escribía en mi crítica de Megalópolis que el último gran período libre del cine norteamericano transcurría entre Terciopelo azul y My Private Idaho (1991) de Gus van Sant. Desde entonces, las salas de cine se han llenado de unas generaciones adictas a las pantallas del móvil e incapaces de mantener la atención más de veinte minutos en una pantalla de cine. Es imposible apreciar la complejidad de Lynch –como la de Welles, como la de Kubrick– sin concentrarse durante todo el transcurso de una película donde perderse un detalle significa extraviarse en un laberinto de forma caleidoscópica y metáfora onírica.
Sócrates, Gustavo Bueno y David Lynch

De Lynch me gustaba hasta su apariencia personal, con una camisa blanca abotonada hasta el cuello, como Gustavo Bueno, y con esa intensidad demoníaca en la mirada, también como Gustavo Bueno. Demoníaca no en el sentido satánico, sino en el del daimon de Sócrates, la voz que le susurraba lo que tenía que hacer porque era lo verdadero y que el genio ateniense cumplía al pie de la letra, aunque indignase a muchos y no fuese entendido por casi nadie. Lo mismo que a Sócrates les sucedía a Gustavo Bueno y a David Lynch, que nunca ganó un Oscar porque su reino no era el de las palomitas sino el de los cuervos de Allan Poe, los monstruos de Lovecraft y los caminos de baldosas amarillas de L. Frank Baum, que lo mismo te conducen a un círculo u otro del infierno, pero lo que es seguro es que del averno no sales (en el infierno de verdad, el de Dante, serán conducidos los que le dieron el Oscar a mejor película a Una mente maravillosa de Ron Howard, algo así como un telefilm de sobremesa, en lugar de a Mulholland Drive, una experiencia artística solo comparable al Ulises de Joyce).
Si les digo la verdad, creo que no he entendido Inland Empire ni la última temporada de Twin Peaks. Tampoco voy a caer en la boutade pedante y pretenciosa de que ni falta que hace, como si en el arte, y no cabe duda de que Lynch es de los pocos cineastas a los que cabe calificar de artista sin que se nos caiga la cara de vergüenza, solo importase la forma y no la verdad de lo que se dice. Lo que sí es cierto es que ante descomunal talento cabe confiar en que más pronto que tarde, sea capaz de apreciar la potencia de su intelecto cinematográfico. Decía Pauline Kael que era un genio bobo y Foster Wallace que era como si James Stewart se hubiese tomado un ácido. Que era un genio no cabe discusión, así como que la Kael era bastante boba. Y si para entenderlo hace falta tomarse un ácido, también París mereció una misa.

No fue casualidad que Steven Spielberg eligiese a Lynch para interpretar nada más y nada menos que a John Ford en Los Fabelman. En dicha secuencia, Spielberg replicó lo que le había pasado a él mismo cuando siendo un chaval fue al despacho de Ford, al que explicó que quería ser él también director de cine. Ford le pidió que describiese un par de cuadros de su despacho, específicamente dónde estaba situada en los mismos la línea del horizonte. En uno, estaba debajo; en otro, estaba arriba. Ford le advirtió que nunca jamás filmase la línea del horizonte en el medio del plano porque sería soso, aburrido. David Lynch fue el director de cine que puso la línea del horizonte vertical, oblicua, circular y, en los casos más extremos, hizo que desapareciera totalmente de la vista del espectador. Ahora que se nos ha ido, la línea del horizonte se nos queda infinitamente lejos.