
Lynch vio el futuro con gafas de sol. Era brillante. Jeannot Szwarc no articuló ningún lenguaje nuevo, sino que trabajó con las herramientas de la televisión y el cine establecidos para presentar espectáculos al gran público. Dos conceptos solo aparentemente opuestos que esta semana han convergido de manera molesta: un director genial como David Lynch y un artesano diligente como Jeannot Szwarc se han despedido del planeta.
Congraciar la belleza y lo inquietante no es tarea fácil. En la imaginación de David Lynch, artista total donde los haya, parecía una cosa natural. Utilizando códigos del género de terror y el cine negro, su cine se las arregló para coordinar de manera natural la más sensata estructura del cine de Hollywood y el surrealismo vanguardista heredad de otras artes. Su traducción del mundo de los sueños creó un mundo único de amplios y libres significados que el propio director, capaz por otro lado de bajar al mundo real con relatos como Una historia verdadera, se negó a interpretar para el espectador. El resultado fueron espectáculos fascinantes capaces de fulminar al más pintado y. no hay nada más que decir al respecto, como lo demuestra el formidable texto de Santiago Navajas en este mismo diario.
El caso de Jeannot Szwarc es antagónico. Nacido en París, tras varios trabajos televisivos en series como Los casos de Rockford, Colombo o Ironside dio el salto al cine de la mano del legendario productor William Castle en la bastante alucinógena serie B El Bicho. De ahí, a un bicho mayor, el muy infravalorado taquillazo de Tiburón 2, y un título de culto adaptado de la novela de Richard Matheson, En algún lugar del tiempo. Un cambio de registro al romántico peso siempre dentro de las coordenadas del fantástico que seguiría cultivando en dos superproducciones de los Salkind, Supergirl y Santa Claus: La Pelicula. Dos películas de culto pero, quizá, en el sentido equivocado, por su enorme fracaso comercial y crítico, aunque la nostalgia por tiempos pasados hace que su visionado resulte estimulante. La imagen de Szwarc sentado sobre el lomo de un tiburón hidráulico, sosteniendo una pesada steadicam, para obtener él mismo en plano más destacado de la película es una imagen que me fascinó desde crío.
Tras ello, Szwarc volvió a la televisión con capítulos de series como Smallville, Anatomia de Grey, Fringe y otras. Un regreso que podría tildarse como fracaso pero que certifica el enorme oficio de un director fácilmente menospreciable, uno de esos artesanos que a diferencia del genial Lynch nunca figurarán en los libros de historia pero igual de importantes para todos aquellos que no consideran la narración de historias como la expresión de su propio buen gusto.
Sin intención de establecer comparación alguna entre ambos, la desaparición con escasas horas de separación de los dos directores despierta sensaciones complejas. Ambos representan dos gamas del espectro cinéfilo, del hecho mismo de contar historias y el deseo de consumirlas, pero siempre para disfrutarlas. Lynch y Szwarc no tienen ningún vínculo de unión pero los dos trabajaron en la pequeña y la gran pantalla, dos medios diferentes con distintas consideraciones, como distintas son las del cine comercial y el cine de autor que ambos transitaron, y ninguno de los dos aburrió jamás al personal. Creo que ninguno vería al otro con desdén, dada la bonhomía y oficio técnico que ambos transmitían, así como su capacidad para imprimir imágenes de distinto calado en la mente del espectador. Ambos se sentarían en la misma mesa a conversar, y quizá eso es lo que están haciendo ahora mismo allá donde estén: los dos extremos de ese horizonte que Lynch, parche en el ojo para imitar a John Ford, expuso en su memorable intervención final en Los Fabelman (del director de Tiburón, película de la que, oh sorpresa, Szwarc realizó su más honrosa secuela).

