
La muerte es eterna y, para demostrarlo, llega la nueva entrega de la saga Destino Final. Década y media después de la última película la que fue uno de las últimos del terror fantástico se reformula no cambiando casi nada: quien espere un reboot o remake de la serie iniciada en el 2000 y espere cambios sustanciales en Lazos de sangre, subtítulo de esta renovada sexta entrega, se verá decepcionado con un argumento que se lleva el invento de las pandillas de amigos al núcleo familiar y matiza el contenido sombrío con un sentido del humor que, todavía más que antes, se acerca al gag visual de una comedia a lo Aterriza como puedas, pero que deja incólume el concepto básico de la saga.
Lo que no frena el contenido violento de una película alegremente sádica con un par de instantes dignos de un aplauso contradictorio: el que proporciona liquidar de una manera elaborada y sangrienta, mediante accidentes solo aparentemente casuales, a los protagonistas de la historia, los mismos que en este caso el propio film consigue hacer ligeramente más agradables y carismáticos que la media del género. El gran punto a favor de la saga, de una autoconciencia bien contenida, es un sentido del humor hasta cierto punto agresivo y crítico con su propio público, esa misma platea juvenil que paladea las muertes de los personajes y estereotipos que los representan y que la película les concede con afán e ingenio.
Destino Final. Lazos de sangre tiene, no obstante, que sobreponerse a unos primeros quince minutos especialmente formidables, una catástrofe en un restaurante en las alturas donde el film de Zach Lipovsky y Adam Stein replica la fórmula pero a lo grande, acercándose sin tapujos al macro espectáculo de efectos digitales de un film de catástrofes y devolviendo la escala humana a ese tipo de fenómenos tras varios años atrapados en el cine de superhéroes. Un recordatorio de la ductilidad del slasher lograda por la primera película, en su origen un capítulo rechazado de Expediente X reconvertido en largometraje independiente, y que más tarde se debate entre el exceso gore de toda secuela, aquí llevado con buen juicio al puro slapstick, y ciertos elementos más sutiles y cotidianos que resultan más efectivos, y que la película sabe encontrar entre sus ideas más locas: es más terrorífico, por real, un cristal afilado en la bebida o una muerte por alergia que un complicado sobresalto gore como el que ocasionalmente aparece la muerte.
Lipovsky y Stein filman bien el invento (repetimos: formidable comienzo aderezado de alguna secuencia posterior bien construida), añaden un cierto contenido de folletín familiar sobre ideas heredadas y condicionamientos genéticos que concede un leve y superior valor dramático (pero tampoco cae en el luto, una impostura que no puede concederse una fiesta de estas características) y evitan el cinismo a través de una aparición póstuma de Tony Todd, ídolo del género que ha colaborado en las entregas previas y que aquí, desde su posición de enfermo terminal real, proporciona una moraleja incuestionable al film. Porque no solo la muerte nos equipara y alcanza a todos, sino que toca disfrutar de lo que te toca durante el tiempo que nos sea concedido. La película, en suma, se ríe tanto de los preparacionistas de la muerte como de los inconscientes incrédulos de la misma; la negación de nuestra fecha de caducidad como puro mecanismo de entretenimiento de masas como idea central bien reelaborada.

