
Es tan raro que hay que celebrar el acontecimiento de una gran película española. As Bestas (2002) de Rodrigo Sorogoyen; Pacifiction (2002) y Tardes de soledad (2024) de Albert Serra; Mimosas (2016), Lo que arde (2019) y Sirat (2025) de Oliver Laxe. La que se puede disfrutar en gran pantalla ahora es la última de Laxe, triunfadora en Cannes, un festival que no es fan precisamente del cine español, lo que añade mérito al premio del Jurado.
Se puede y debe disfrutar en cines porque Laxe es un gran paisajista, alguien que se encuentra tan cómodo en los grandes planos (mención especial al director de fotografía, Mauro Herce) como en los retratos íntimos. Al igual que Pedro Almodóvar, productor de la película, Laxe ha mamado mucho cine, pero a diferencia del cineasta manchego los homenajes del hispano-francés (nacido en París de padres españoles, criado en La Coruña, formado en Barcelona) son sutiles. En lo que coincide todo el mundo es que Sirat es un híbrido entre el género del western y la road movie, todo ello con un toque autoral. Hay quien ha recordado Centauros del desierto rodada con las maneras descarnadas de Sam Peckimpah. En mi caso, sin embargo, me pareció que comenzaba como Una historia verdadera de David Lynch, seguía como Hatari de Hawks, se reconducía con el aire de El ángel exterminador de Buñuel y terminaba en plan El salario del miedo de Clouzot.
La acción transcurre en un Marruecos desértico donde unos locos de las fiestas rave, una mezcla entre punks y hippies que bailan al ritmo hipnótico de las mismas cadencias electrónicas que suenan en el hilo musical del infierno (David Letellier (Kangding Ray) es el Luzbel de los altavoces gigantescos), se topan con un padre español que busca a una hija abducida en dicho mundillo, acompañado de su hijo pequeño. Los jipi-punks electrónicos ya serían estrafalarios en sí mismos, pero además Laxe los pinta como recién salidos de Freaks (referencia explícita en la película), con una pinta tan horrorosa como buenas personas, clavaditos a los protagonistas de la película mítica de Tod Browning.
A pesar de todas referencias, Laxe sigue la senda que abrió él mismo en sus dos estupendas incursiones anteriores, Mimosas y Lo que arde, la primera porque es una aventura también por el desierto de Marruecos y la segunda porque explora el vínculo paterno-filial. ¿Qué no haría una madre (Lo que arde) o un padre (Sirat) por un hijo (Lo que arde) o una hija (Sirat)?
Lo que mejor se la da a Laxe es poner su toque autoral detrás de esa mezcla de género, de la aventura al suspense pasando por el misterio. También es un maestro en la dirección de actores, sobre todo de los no profesionales (salvo Sergi López), lo que dota a sus películas de un poso de autenticidad que hace que la experiencia inmersiva sea mayor de lo que pasaría con actores conocidos. Casi se puede oler el aroma a la marihuana, el LSD y el sudor de los estilosos bailongos del desierto -sin pierna uno, otro sin brazo, el de más allá sin pelo, otra sin dientes, por no hablar de los cortes de pelo, como hechos a machetazos– en sus celebraciones en trance al dios Dionisos.
Como las grandes películas mencionadas, es tan divertida –entendiendo por "entretenido" que uno no puede apartar la vista de la pantalla, no a que sea risueña y optimista porque llega a ser terrible y claustrofóbica– como profunda, pudiendo extraer de las peripecias de sus protagonistas, atrapados en una búsqueda angustiosa aunque doblemente paradójica por el contexto lúdico en un entorno de ominosa amenaza bélica, distintas metáforas políticas, sociológicas y existenciales. Pero eso es lo menos importante en una película que combina equilibradamente la radicalidad con la tradición, el cine de género con el de arte y ensayo, la apuesta por el futuro cinematográfico ilusionante con el respeto por el pasado inspirador.
