
La temida llegada de la inteligencia artificial parece haber dado el último empujón a Tron: Ares, secuela de la original Tron (1982) donde lo visionario, entonces quizá simplemente extravagante, de la propuesta de Steven Lisberger convive ya con la plena normalidad de la IA. Porque eso es exactamente lo que es Ares, el personaje de Jared Leto, precisamente uno de los grandes mecenas del proyecto: un programa informático que se enamora de los sentimientos humanos.
La trama de Tron: Ares, por tanto, invierte un tanto los escenarios: mientras en Tron y su secuela, la infravalorada Tron: Legacy (2010) los humanos se internaban en la máquina, quien esta vez descubre el mundo de Oz es el programa informático en nuestra realidad, quizá un homenaje a otro film protagonizado por Jeff Bridges, la extraordinaria Starman. El director noruego Joachim Rønning, esta vez sin su habitual compañero Espen Sandberg (con quien se hizo cargo de la última secuela de Piratas del Caribe: La venganza de Salazar) invierte en ese tránsito de mundos todo el esfuerzo visual de la película, que es notable: los cambios de formato IMAX son constantes, el 3D adecuado gracias a estos etnornos y formas digitales y sí, la música de Nine Inch Nails se adapta a la aventura como un guante. Los actores, todos correctos, sin que Jared Leto encuentre tampoco ese vehículo estelar que necesita a toda costa.
Son los tres grandes puntales de un film demasiado convencional pero de un ritmo incesante que, a diferencia de las dos previas entregas, malgasta un tanto esas nociones entre voluntad humana y código informático, o propósito contra programación, que se materializan en Ares, y que suponemos que el proyecto original diseñado por Joseph Kosinski se ponía por bandera. Tron nunca fue una película especialmente complicada (tampoco particularmente exitosa: todo vino con su ascenso posterior a título de culto) pero sí estimulante y visionaria en sus presupuestos visuales. Todo lo demás es, en todo caso, realmente entretenido en una secuela donde puesta en escena y música se retroalimentan como en una pista de baile, donde las referencias al anime brillan con especial intensidad y las formas, entornos, del interior de la máquina se diferencian cada vez menos del mundo real: la fotografía de Jeff Cronenweth (hijo del legendario Jordan, de Blade Runner) es de una eficacia y pulcritud digna casi de David Fincher.
Licenciado en Historia del Arte y Comunicación Audiovisual en la UCM de Madrid. Redactor jefe de Chic. Colaborador en esRadio. Crítico de cine y series en Libertad Digital. Una de las voces del podcast Par-Impar.

