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Emilio Campmany

El último gran historiador

La cuestión es que Miguel Artola fue un historiador de los pies a la cabeza. Fue consciente de que la obligación, la única, del historiador es intentar sacar a la luz la verdad a secas.

Para muchos estudiantes de historia de mi generación que tan sólo queríamos saber qué pasó, Miguel Artola fue mucho más que el autor imprescindible o el referente sin el que no podía estudiarse el XIX español. Artola, en la Autónoma, junto con Jover, en la Complutense, fueron el faro que nos guió por las trincheras de la Universidad. Durante aquellos años de la Transición, había más lucha ideológica que debate científico. No sólo eran las polémicas alrededor de la República, la Guerra Civil y el franquismo. Era toda la España Contemporánea la que estaba implicada. Había una terca obstinación en hacer de nuestro pasado una sucesión de tropezones en cascada que nos dirigió irremisiblemente al enfrentamiento civil. Algo que encima no terminaría hasta la rendición incondicional de un bando. Para muchos, ese enfrentamiento no acabó en 1978 y, para algunos, todavía continúa. Se trataba y se trata de una guerra inconclusa.

Artola, junto con unos pocos más, rechazó esa visión. Haber vivido en primera persona la Guerra Civil, le hizo renunciar a su estudio como un juez se abstiene cuando tiene un conocimiento extraprocesal de la causa que ha de juzgar. Pero, mirando más atrás, se esforzó por conocer lo ocurrido con el único auxilio de las herramientas del historiador. Artola estudió su disciplina en un ambiente donde se contraponía La Historia de la Cruzada Española de Arrarás a lo que se publicaba en Francia bajo el sello de Ruedo Ibérico. En esa atmósfera, casi el único remanso de profesionalidad lo constituyó Jesús Pabón, historiador de la generación anterior. Artola podría muy bien ser considerado el heredero legítimo del autor del Cambó, no tanto en la forma de hacer historia, mucho más avanzada en el caso del donostiarra, como en la honestidad y honradez con las que hay que escribirla.

Don Miguel no sólo había superado la obsesión por el conocimiento de los hechos desnudos, sino que había bebido la influencia de la Escuela de Anales francesa y se esforzó por descubrir qué había detrás de los simples acontecimientos. Fue un historiador muy moderno, adalid de las nuevas técnicas historiográficas. Se afanó por descubrir lo que Renouvin llamó las fuerzas profundas y que Artola tildaría seguramente de intrahistoria, tomándole prestado el término al también vasco Unamuno.

La cuestión es que Miguel Artola fue un historiador de los pies a la cabeza. Sabía que la objetividad absoluta es imposible, que no es fácil sacudirse los prejuicios, que los medios son limitados y el tiempo escaso. Mientras muchos han tratado de retorcer la verdad para demostrar que sus ideas tienen razón, Artola siempre fue consciente de que la obligación, la única, del historiador es intentar sacar a la luz la verdad a secas. La imposibilidad real de poder hacerlo del todo no exime al historiador de la obligación de intentarlo con todas sus fuerzas. La grandeza de Miguel Artola fue hacerlo precisamente en un tiempo en que esa actitud era muy poco reconocida por unos y por otros.

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