
Cada primavera vuelven las golondrinas de Bécquer; cada agosto, los buitres lorquianos. Pedro Sánchez, que no ha tenido ni un segundo para condenar el atentado islamista contra Salman Rushdie, a diferencia de Emmanuel Macron, sí se ha acordado de que en el 36 asesinaron a Federico García Lorca. Sánchez demuestra una vez más que es tan blando con las espuelas como duro con las espigas. Los del triángulo rojo invertido se han vuelto a lanzar sobre el cadáver simbólico del poeta granadino, mientras hacen caso omiso a los asesinatos igualmente injustos y horribles cometidos en el bando republicano por la extrema izquierda.
Decía Borges –cerebro cervantino, corazón quevedesco– que Lorca tuvo buena suerte de que lo fusilaran. El escritor argentino no tenía en alta estima al que llamaba "andaluz profesional" y quería decir que su fama provendría más en el futuro de su subida al altar laico de la izquierda que de sus méritos literarios. Tenía razón en que muchos hacen todo lo posible para denigrar su memoria convirtiéndolo en un ídolo de barro para sectarios. Pero, a pesar de todo, Lorca es un poeta, un dramaturgo y un pensador tan grande que sigue sobreviviendo a los herederos de los que lo quisieron cancelar durante la República.
Porque Lorca era amigo de todos pero enemigo de los extremismos políticos, el partidismo sectario y, sobre todo, de los que pretendían convertir el arte en mera correa de transmisión ideológica. Por ello fue apartado de la dirección de La Barraca por aquellos en la izquierda que le criticaban por querer mantener el arte en su auténtica, original y legítima esfera estética –Ian Gibson pasa de puntillas sobre el conflicto entre Lorca y la radical Unión Federal de Estudiantes Hispanos, por lo que recomiendo la introducción de Emilio Peral a Comedia sin título–. Declaraba Lorca que la Barraca "no tiene tendencia política de ninguna clase: es simplemente teatro". Lorca quería un arte popular, no un arte populista, como en el ámbito de la política anhelaba una justicia social basada en la amistad y la concordia, lo que le hacía ser tan detestado por la extrema izquierda que por la extrema derecha. Lorca no era Brecht, y consideraba que el teatro era una escuela para el pueblo pero sin esa forma de condescendencia burguesa que es el didactismo brechtiano.
No hay que olvidar tampoco la profunda vinculación de Lorca con la tradición católica, con sus ritos eclesiales y su sentido místico de la dramaturgia. Entonces como ahora, los republicanos superficiales ni entendían ni compartían que Lorca incorporase para la Barraca la tradición teatral del siglo XVII, con sus valores tradicionales y monárquicos, lo que para los sectarios izquierdistas era algo incompatible con las ideas laicas y populistas que querían convertir en dogmas republicanos. Que Lorca eligiese el auto católico La vida es sueño de Calderón fue motivo de escándalo para la progresía anticlerical republicana que defendía que la iglesia que más ilumina es la que mejor arde. En la hoja de presentación Lorca tachó la frase en la que había pensado "Es el poema de la creación del mundo y del hombre según el catolicismo" porque seguramente pensaba que podía producir urticaria en el gobierno republicano que lo subvencionaba muy generosamente.
Una memoria democrática que sea integradora y no unilateral ni sectaria pasa, en primer lugar, por no usar los cadáveres como armas de destrucción política. Todavía menos en el caso de Federico García Lorca, un ejemplo de lo que podría haber sido la Segunda República si su talante liberal, capaz de tender puentes con falangistas –José Antonio Primo de Rivera intervino para que La Barraca no se quedase sin subvención en el Bienio derechista– y con comunistas, todos ellos integrados en La Barraca por la común y trascendental misión de hacer de España un país de ciudadanos ilustrados, libres e iguales. Que es lo que seguimos necesitando ahora, un Lorca admirable por su talento artístico y su talante plural.
