De Julio César se cuenta una historia menos conocida que otras y que relata la vez en que, desembarcando antes de una campaña, tropezó y cayó al suelo, pero que, interpretando el presagio de forma positiva, se levantó de buen ánimo y dijo: "África, ahora te poseo". Es el equivalente histórico más preciso que he encontrado a aquella vez en que un amigo decidió que una bofetada sólo podía significar que la abofeteadora le deseaba, lo que, por otro lado, explica perfectamente que al cabo de unos años se convirtiese en la madre de sus hijos. A modo inverso, algo de eso puede aclarar también mi incomprensible propensión a fallar los goles más inverosímiles en las pachangas de los sábados. Algunos no podemos ni empujar un balón delante de una portería vacía sin detenernos antes a pensar qué artimaña rastrera debe estar utilizando contra nosotros el portero.
Al final van a tener razón los que dicen que la suerte es de quien la inventa. Que la fortuna es una cuestión de perspectiva lo demuestra el hecho de que en el Bernabéu existan semifinales de Champions remontables en el minuto 90 y Ligas tiradas a la basura después de un empate en la jornada tres. Pero es que la fortuna, más allá de cualquier cosa, depende sobre todo de cómo la observe quien decide observarla. Uno puede ser ministro de Transportes, por ejemplo, mirar el funcionamiento cada vez más lamentable de los trenes en España y achacarlo a quienes los gestionaban hace más de siete años. Lo que es lo mismo, me supongo, que acudir al Senado de Roma y explicar las causas de la última derrota en que antes incluso de bajar del barco uno ya se había dejado los piños contra el suelo.
Hablamos de una cosa demasiado misteriosa. Justo antes de cruzar el río Rubicón para jugarse su destino a una carta, dicen que Julio César miró hacia adelante y dijo: "La suerte está echada". Sin embargo la frase tiene un sentido ambiguo, pues lo que había hecho hasta entonces y lo que siguió haciendo en adelante fue interpretar él mismo su propia suerte como mejor le convenía. En otra ocasión, relatan que corrigió los nefastos vaticinios de un arúspice que había interpretado catastróficamente el hecho de que uno de los animales sacrificados no tuviese corazón. A partir de ahora, dicen que dijo, este acontecimiento será interpretado siempre como una señal de buena fortuna. Y punto en boca. Es difícil, por tanto, no elucubrar sobre su final. Cuenta Suetonio que en los días anteriores a su asesinato se sucedieron incontables augurios turbulentos. Todos los caballos que había liberado al iniciarse la guerra civil que le encumbró, por ejemplo, se negaban a comer y lloraban desconsoladamente; la víspera de los idus de marzo, distintos tipos de aves persiguieron a un pájaro reyezuelo que portaba en el pico una ramita de laurel y lo despedazaron en la Curia de Pompeyo; su esposa, esa noche, soñó que el techo se le desplomaba encima y que César moría apuñalado en sus brazos; él mismo creyó verse estrechando la mano de Júpiter entre las sábanas; y tanta zozobra le entró que dudó si acudir al día siguiente al Senado. Bien. Yo he llegado a pensar que si el complot que acabó con su vida tuvo éxito fue precisamente por eso. Porque, en última instancia, él mismo interpretó su suerte. Quién sabe lo que hubiese pasado si, en lugar de dejarse llevar por malos pensamientos, hubiese despertado esa mañana creyendo que descubriría América.