
Hace algunos años, en una entrevista, me dijo Juan Soto Ivars que hubo un tiempo en el que España se reía de las marejadas de locura identitaria que se balanceaban exigiendo cancelaciones inquisitoriales en aquel piélago desmesurado al que llamamos Estados Unidos. Se trataba de una risa satisfecha porque, como Trump hoy, los españoles confiábamos entonces en la protección que nos ofrecía, entre medias, el Atlántico. Es curioso que a tanta gente le resulte tan difícil tener en cuenta que el Atlántico es un charco que se puede sortear. Pero en fin. Para Soto Ivars, España era en aquellos momentos el parque en el que se reunía con sus amigos en Águilas, Murcia, así que tampoco es posible saber con exactitud si su cruzada personal contra los desvaríos woke comenzó en el momento concreto en el que traspasaron nuestras fronteras o cuando, gracias a Twitter, pudo comprobar algo más tarde su avance tímido desde las almenas de su salón.
Recuerdo que le pregunté cómo supo cuándo tomárselo en serio. Cuándo cayó en la cuenta de que internet y su ironía había sido tomado definitivamente, de que sus murallas de humor y desafección habían caído, dejando paso a aquella horda de genuinos indignados dispuestos a llevarse por delante a cualquiera que no pensase como debía pensar. "Estas cosas no suceden de la noche a la mañana", me dijo. "Yo lo único que sabía es que las locuras censoras estadounidenses de las que antes nos mofábamos todos, de repente, generaban menos mofa. De que había discusiones serias al respecto, incluso".
La verdad, me vino a decir, no debería cambiar en función de quién la defienda. Y si crees que la censura es mala no debería comenzar a parecerte buena cuando sopla a favor de tu moral. "Yo sólo seguí mofándome de lo mismo de lo que me había mofado hasta entonces. Lo que pasa es que llegó un punto en el que se hizo imposible hacerlo sin discutir".
Hace unos días, Carlos Alsina entrevistó a Isabel Díaz Ayuso en su programa matinal. Como suele hacer con todos los políticos que se atreven a sentarse en su estudio, trató de acorralarla en medio de una serie de preguntas más o menos genéricas, como si fuese un cazador de ñus colocando trampas en las posibles vías de escape de su presa. Su intención era que, llegada la hora de la pregunta ineludible, a Ayuso no le quedasen más salidas que la de la honestidad o la de la contradicción.
Generalmente, cuando Alsina usa este método contra los pocos miembros del Gobierno que todavía acceden a hablar con él, la recua entera del antisanchismo —tan transversal— acude a los comentarios de X para ensalzar al "mejor entrevistador de España". "El único periodista que hace su trabajo y se esfuerza por cuestionar al poder". Fue curioso contemplar el otro día a un subgénero de esos mismos antisanchistas que, sinceramente, yo no tenía en el radar —y que, por su cierre de filas irracional en torno a la presidenta de la Comunidad de Madrid, bautizaré como ayukistas—, llamando a Alsina "rojo" y "siervo del PSOE". Recordé mi charla con Soto Ivars. Como él, yo sólo sigo pensando que los periodistas deben hacerles las preguntas incómodas a quienes ostentan algún poder, independientemente de quiénes sean o contra quién se erija su marca electoral. Y sólo espero poder seguir pensándolo sin tener que verme obligado a discutir.