
Hoy se cumple el centenario del fallecimiento de Antonio Maura, probablemente el hombre de Estado más original y profundo de todo nuestro siglo XX. Era un hombre de acción pero dotado, a través de un discurso sólido y siempre documentado y de una oratoria arrolladoramente atractiva, de aquella capacidad de dar y darse la razón de sus actos, cualidad que Cánovas del Castillo había exigido de todo político que actuara en un sistema constitucional. Ese gobernar con la palabra convirtió a Maura en un referente básico del conservadurismo español, que encontró en su pensamiento una fuente con la que renovar, a veces incluso impugnar, la tradición decimonónica basada en el liberalismo doctrinario.
Si en el "maurismo" convivieron esas dos tendencias, Maura siempre tuvo claro que la renovación que él propugnaba para la Monarquía liberal de la Restauración era una democratización dentro siempre de sus cauces. Estaba satisfecho con la Constitución de 1876 y con su plasmación institucional, pero contemplaba con pesar la enorme brecha entre la corpulencia democrática de lo legislado y una práctica política desalentadora, presidida por el raquitismo cívico. Le frustraba una opinión pública escasa numéricamente, reducida a los cargos públicos, militantes de partido y periodistas afines, y una práctica política defectuosa, que apartaba a las "masas neutras" de la vida pública.
La idea más constante de Maura durante toda su trayectoria, la condición imprescindible de lo que debía ser una democracia real, era que los españoles abandonaran su abstención rutinaria, ocuparan su puesto en la vida pública y llenaran de contenido las instituciones representativas ya establecidas. Todo lo que había de "caciquismo", el vocablo que compendiaba las malas prácticas de la política española, era secuela de ese abandono generalizado de las obligaciones ciudadanas. Y el arraigo y la perpetuación del "caciquismo" desalentaba las vocaciones políticas y expulsaba del espacio público a los ciudadanos más capaces. De ahí que Maura hablara de su "descuaje" para que las instituciones dejaran de ser usufructuadas como un botín de guerra por los partidos, y sirvieran para fomentar y velar por los intereses de todos.
El self-government aplicado sinceramente a todas las instancias de gobierno, desde las locales a las nacionales; esa era la seña de identidad, la gran aspiración de Maura, tanto del joven que hizo carrera en las filas del Partido Liberal de Sagasta, como del maduro dirigente que eligió culminarla en el Partido Liberal-Conservador, del que llegó a ser jefe. Entendido esto, resultan un tanto baldías las etiquetas con las que a veces trata de encasillársele: Maura era, a la vez, liberal y conservador, católico y aconfesional, reformista pero de la "revolución desde arriba", monárquico y parlamentario.
Sobre todo, fue radicalmente original
De la dificultad de ubicar a Maura da cuenta lo complicado de encontrar dirigentes con un perfil semejante al suyo en la Europa de su tiempo. En España fue, desde luego, el eje de la política de su tiempo durante el reinado de Alfonso XIII, en el que la actividad pública se hacía "con Maura, contra Maura y alrededor de Maura". "El único político", así lo definió el filósofo Ortega y Gasset, separándolo conscientemente de los profesionales del Poder. El Gobierno fue, para Maura, siempre un medio para la reforma de su país, para la que siempre estuvo disponible: "por mí no quedará", repetía cuando se le "requisaba" de nuevo para ser presidente. Pero nunca se inclinó a retener el Poder por el Poder mismo, y no dudó en abandonarlo cuando así lo aconsejaban las convenciones constitucionales que regulaban el funcionamiento práctico de aquella Monarquía liberal, a la que guardó una lealtad invariable. Esto no se entiende sin aclarar que Maura tenía una clara noción del bien común, del interés público, al que debía sujetarse la conducta individual del hombre público, tanto en el Gobierno como en la oposición.
La dignidad de Maura y de sus actos. He aquí la clave de por qué acumuló ese depósito de autoridad que le llevó, por ejemplo, a presidir en marzo de 1918 a todos los líderes de los partidos constitucionales en el célebre "Gobierno Nacional", que sirvió para mantener hasta el final la neutralidad de España en la Gran Guerra. En esa evolución, Maura perdió esa combatividad y vehemencia que le habían caracterizado en el cambio de siglo, y acabó simbolizando las soluciones políticas consensuales o suprapartidistas, a las que se entregó en los últimos años de la Monarquía liberal. Maura fue, más aún, el "bombero" de la Corona que evitó, por dos veces, la llegada de una situación de dictadura y que fue capaz, entre 1921 y 1922, de reconstituir una comandancia de Melilla arrasada tras el desastre de Annual. A su autoridad, Maura unía su proverbial eficacia: probablemente no hubo gobernante más proactivo, ni que hiciera trabajar a las Cortes más tiempo que él. Gobernaba, como a él le gustaba decir, "a Parlamento abierto", discutiendo y convenciendo.
Su separación del Partido Liberal-Conservador
De todas las figuras de aquel sistema político, Maura era el más indicado para culminar la transición del liberalismo constitucional a la democracia liberal. En la práctica, más allá de las insistentes apelaciones a la movilización ciudadana, careció de un proyecto coherente para lograrla, empeñado en vincular el "descuaje del caciquismo" con la desarticulación de los partidos constitucionales que habían gobernado España desde 1874. Su separación despechada del Partido Liberal-Conservador, dejó a Maura, además, sin el instrumento para culminar su ambicioso programa de reformas con las que pretendía el resurgir de su país, y estuvo a punto de provocar en 1913 una crisis constitucional que salvó in extremis su por entonces segundo en la escala jerárquica del partido, Eduardo Dato, aceptando el Poder a petición de Alfonso XIII. Maura nunca fomentó un discurso antisistema, antiparlamentario o antidemocrático, ni jamás se planteó gobernar en dictadura, pero su crítica a veces despiadada de la política de su tiempo, "la gusanera caciquil", y la desconfianza o desvío que mostró hacia los que habían sido sus antiguos colaboradores en el Partido Liberal-Conservador, dio pie a que muchos de sus seguidores pensaran que el programa terapéutico maurista sólo podría aplicarse al abrigo del "cirujano de hierro" costista. La creencia de Maura en la ley como norma moral le llevó a un compromiso con la conservación del orden político y social que sus adversarios, aquellos que coreaban el "¡Maura no!", percibieron como inflexible. No obstante, Maura también supo ganarse el respeto incluso de quienes formaban en posiciones diametralmente opuestas a las suyas, que siempre le reconocieron su talla política y su enorme valía.
Han pasado cien años pero, en la medida en que aquella Monarquía liberal es el sistema político que más se asemeja a la actual Monarquía democrática, recordar a Maura, estudiar su pensamiento y su trayectoria, nos ayuda a repensar y replantear problemas que no son sólo de su tiempo sino también, en buena medida, del nuestro. Y nos recuerda lo relevante que es el liderazgo como factor de reequilibrio de los sistemas en crisis, y también el papel básico de las ideas, en la definición de objetivos ambiciosos pero realizables, para una labor útil y eficaz de Gobierno. Justo lo que para Maura legitimaba, en última instancia, el ejercicio del Poder.
