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José María Sánchez Galera: "No es acertado pensar como el intelectual que mira al mundo desde su torre de marfil"

Los dioses tienen los pies de lana es una novela cargada de sutilezas y referencias, pensada para el disfrute por encima de cualquier otra cosa.

Dice José María Sánchez Galera que no le gusta demasiado el Satiricón, aunque reconoce que "es un libro necesario para entender ciertas cosas". Tal vez por eso su novela le debe el título al propio texto de Petronio. "Los dioses tienen los pies de lana (Sekotia) es una frase sacada de ahí", explica él. "Se trata de una referencia a algo que dice uno de los personajes durante un año de caos y de malas cosechas: uno de esos momentos en los que parece que los dioses han desaparecido o, al menos, que caminan silenciosamente, como si tuvieran los pies de lana". En su novela, sin embargo, esa sentencia bien podría significar otra cosa más sutil: una verdad que se encuentra ahí, aunque nadie pueda verla; una reflexión acerca de lo que es palpable sin la necesidad del tacto; o esa certeza cómplice, compartida entre dos personas y nadie más. Sus protagonistas, en el momento en el que se afianza el amor, no necesitan decirlo en alto. Les basta con colarse silenciosos en la casa de ella, como dioses con los pies de lana, para que nadie note su presencia, y encerrarse en un acto reservado únicamente para ellos. Nunca una elipsis fue más necesaria que en esa escena. José María Sánchez Galera acaba de regalar a las librerías una sorpresa inesperada en forma de libro delicioso. Charlamos con él:

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PREGUNTA: Detecto una notable influencia de la poesía en tu libro. ¿Es así?

RESPUESTA: Sí. Se puede notar más o menos, pero hay una influencia altísima del lenguaje formular y de Homero. Durante la narración trato de repetir constantemente ciertos sintagmas. Y eso tiene que ver con cómo se hacía la literatura antes. Hemos llegado a un punto en el que nos hemos acostumbrado a una literatura libresca, pero el gusto por lo oral lo hemos perdido. Así que sí, hay una gran influencia de la poesía en el libro; y de varias maneras distintas, además. Se me ocurre que dentro hay algo de Salinas, e incluso también de Luis Alberto de Cuenca. Sobre todo lo que he intentado ha sido controlar el ritmo. De hecho, tanto es así que hay un párrafo concreto —una referencia directa al haiku de la rana, de Basho— en el que medí cada una de las sílabas. En eso mi mayor influencia ha sido, de nuevo, Homero. Y es que Homero tenía algo que era que los que escuchaban sus historias ya sabían cómo iban a acabar, pero les daba igual. Lo importante no era la trama, sino el disfrutar del trayecto y del lenguaje.

P: Pero más allá de lo cuidado del ritmo, la novela también es tremendamente evocadora. La repetición constante de imágenes, de aromas, de tipos de plantas, de sabores, incluso de canciones concretas, y cómo juegas con eso, va generando en cada escena una atmósfera muy perceptible…

R: Sí, mira: a mí no me gusta demasiado el narrador omnisciente. Prefiero que el lector vaya captando por su cuenta aquello que pretendo contar, pero sin que yo tenga que contárselo todo. Al final ya tengo una edad; he pasado por distintas etapas y he vivido algunas experiencias que me han hecho alcanzar una cierta modestia. Ahora me atraen más los pequeños detalles que las grandes elucubraciones; y confío más en la eficacia de esos detalles a la hora de generar una atmósfera que en las descripciones minuciosas. Como te decía, no me gusta mucho el narrador omnisciente. Porque ninguno de nosotros somos omniscientes. Y la vida consiste en que funcionemos con eso.

P: Hablas mucho de las influencias clásicas, pero ese tipo de narración también recuerda inevitablemente a otros literatos más cercanos en el tiempo, como Faulkner, Dos Passos, Cela o los hispanoamericanos…

R: Sí, claro, por supuesto. Fíjate: al final, por mucho aprecio que tenga a toda la tradición, y por Homero, Horacio, Marcial, u Ovidio, es absurdo pensar que la historia termina en un año concreto, y que a partir de ahí ya no existe nada que merezca la pena. En eso Luis Alberto y yo nos parecemos mucho. De hecho en la novela hay referencias a Tintín, por ejemplo, como suele meter él en algunos de sus poemas. Y a otros varios referentes de la cultura popular. Algunas son más evidentes, eso sí, y otras están más camufladas. Se me ocurre, por ejemplo, la escena al principio del libro en la que David está en el campamento de verano. Bueno, pues yo no lo digo, pero dejo caer que se trata de un campamento católico. Y Hergé comenzó a escribir las aventuras de Tintín para Le Petit Vingtième, que es la revista de los scouts católicos…

P: Pero esas referencias son para los muy entendidos, hombre…

R: Exacto. Son guiños que el no entendido no tiene por qué ver. Pero esa es mi intención también. Yo soy un admirador del cine de John Ford; y sus películas me encantan porque las disfruta igual un niño que un anciano. La cuestión es que conforme las vas volviendo a ver, o conforme vas creciendo, vas apreciando cada vez más esos detalles. Me gusta mucho que existan grados de profundidad, pero que lo esencial esté ahí para todos, y que lo pueda disfrutar todo el mundo. A lo que intento apelar en mi novela es a lo que se siente, a lo que se ve, a lo que se paladea.

P: A la hora de escribir una historia de amor —que al fin y al cabo eso es el libro—, existe siempre una difusa línea que separa lo evocador de los sentimentaloide. ¿Cómo has lidiado tú con ella?

R: Sí, es un tema muy complicado. Más allá de la historia de David e Isabel, te diré que una de las escenas que más me costó escribir fue aquel primer encuentro romántico con una chica que tiene David en el campamento. Al final a esas edades… quería reflejar ese desnivel madurativo que existe entre chicas y chicos; y cómo de alguna manera es ella la que le lleva a él por donde quiere. Pero al mismo tiempo era muy complicado narrar algo así sin pasarse, y sin caer en los lugares comunes de siempre. Al final, a la hora de escribir he intentado medir mucho la utilización de ciertas palabras. En concreto hay tres que he utilizado en contadísimas ocasiones, y muchas veces en contextos que no suelen ser los suyos. Lo he hecho precisamente para que el lector, al leerlas, se dé cuenta de todas las veces que no van a aparecer, aunque estén ahí. Las tres palabras son sexo, amor y Dios. A eso habría que añadir algunas palabras que hacen referencia a textos concretos de la antigüedad, o que vienen del griego, y que lo más probable es que el lector no comprenda. Debo insistir: en la vida no vamos a entenderlo todo. Lo importante es que confieran al relato un cierto exotismo, una cierta atmósfera. A veces lo que quiero provocar precisamente es ese aire de extrañeza. El objetivo es ese punto intermedio entre lo sugestivo y lo claro, donde hay un poquito de magia. Y también en todo esto existe un poco de espíritu contestatario. Como la literatura más habitual hoy en día va por un lado, yo intento ir por mi propio camino.

P: Hablando de la literatura actual. ¿Qué opinas de ella?

R: Bueno, la verdad es que no leo mucho de literatura contemporánea. Y no es una crítica, entiéndeme bien. Creo sinceramente que cada lector y cada escritor han recorrido su propia senda intelectual y pueden estar interesados por cosas muy diversas. Yo, como he tenido mi camino propio, y como siempre me he sentido atraído por las humanidades, leo y escribo ciertas cosas que tal vez no son las más vendidas o las más exitosas. Hay contemporáneos que me gustan, no sé, el primer Juan Manuel de Prada —un escritor extraordinario, aunque tal vez demasiado barroco para mi gusto—, o DeLillo. Pero en definitiva, siempre vuelvo a lo mío. Aunque ojo, no me gusta mucho esa enmienda a la totalidad de la alta y la baja cultura. Al final todo lo que alguien escribe forma parte de él, de su metabolismo, de lo que ha leído y vivido; y razonado y digerido. La realidad es muy rica y ofrece multitud de cosas a todo tipo de gente. No es acertado pensar como el intelectual que mira al mundo desde su torre de marfil. Porque después, con el tiempo, suceden cosas. La música de mi juventud, por ejemplo, en los años de la Movida, era una música que no pretendía hacer nada más que divertirse. Y yo creo que muchas veces la clave está en ajustarse a las pretensiones. ¿Por qué la música de los 80 era buena? Porque rezuma autenticidad. Las pretensiones de los grupos muchas veces no pasaban de conseguir copas gratis en un bar y de ligar con las tías. Y sus canciones reflejan eso, sin pretender nada más. Lo que es más criticable para mí, entonces, es la pretenciosidad.

P: También hay de eso en la actualidad…

R: Sí, no sé. El otro día por ejemplo vi una entrevista a una poeta influencer que ha escrito una relectura de El Príncipe, de Maquiavelo. Pero yo creo que para meterte en algo así sin pecar de pretenciosidad debes demostrar al menos que has leído a Maquiavelo: el Príncipe es un libro brevísimo, pero es que el propio Maquiavelo dice que no es un libro que recoja de manera íntegra su forma de entender la política. Para los sistemas democráticos —para las repúblicas— ya escribió otro libro, que son los Discursos a las décadas de Tito Livio. El Príncipe se centra únicamente en los gobiernos de tipo autoritario. Entonces, hay una cosa interesante que es la simplificación que hacemos muchas veces de los autores clásicos. No los conocemos bien, hemos leído cuatro cosas, y ya con eso tiramos y reescribimos sus obras. Hablando de Maquiavelo, estaría muy bien sacar una edición de los dos libros, de El Príncipe y de los Discursos, conjuntamente.

P: Volviendo a tu novela, ¿con qué pretensión la escribiste exactamente?

R: Pues con la que te decía antes. Igual alguien diría que tiene una parte de cierta enjundia, pero no únicamente. El valor lúdico de una obra existe precisamente para eso: para divertir y divertirse. Y yo trato de jugar, hasta cierto punto, con el lector. Se me ocurre por ejemplo cómo se conocen David e Isabel. Lo hacen de la manera más normal del mundo, porque les presentan unas amigas comunes, pero yo antes he intentado hacer que el lector, por cómo estaban desarrollándose sus historias, pensase que se tenían que encontrar el uno al otro de manera fortuita.

P: También, en toda esa historia, el juego con los tiempos hace que el lector nunca esté seguro de si todavía no se han conocido o si se conocieron hace mucho y ahora ya no están juntos… Recuerda un poco al primer Vargas Llosa.

R: Claro, y a Faulkner, y a Pedro Páramo… Delibes también, en Cinco horas con Mario, rompe esa linealidad a base de un relato en espiral. Todo eso son influencias que uno recibe. Yo entiendo que la linealidad no es necesaria. De la misma forma que trato de añadir diferentes perspectivas, para darle a la historia cierto punto coral. Mi objetivo no es encerrarme en la relación de los dos, e intento salirme para verla desde fuera, y para relativizar un poco. Para entender mejor la historia, tanto de Isabel como de David, es bueno compararla con las del resto de personajes que se mueven a su alrededor.

P: Es llamativo porque prácticamente todas las personas que aparecen, hasta las más intrascendentes, son llamadas siempre por su nombre de pila.

R: Sí, sólo el nombre, sin el apellido. Es algo que me parece interesante y que creo que ayuda a la coralidad. También, los nombres me ayudan a meter cierto simbolismo. Carmen, por ejemplo, significa canción; o los propios David e Isabel: uno es el gran rey judío y la otra la gran reina católica. Es una referencia a la cultura judeocristiana de la que bebe occidente.

P: ¿El simbolismo está presente en la novela de otras maneras?

R: Sí. Al final toda la novela está construida con una estructura un tanto extraña, pero en términos generales quiere representar esa necesidad de David de salir de la ciudad e irse hacia la naturaleza. La naturaleza expresa una idea de belleza, de armonía, y de modo implícito, muy sutil, quizás una idea de Dios. La propia historia de amor de los personajes es un camino interior que va parejo con ese salir del ruido para encontrar cierta paz, cierta catarsis. Si te fijas también, la novela comienza en la playa y termina en la sierra. Un recorrido geográfico hacia el interior.

P: Para acabar, en una novela que juega mucho con la primera persona es inevitable plantearse hasta qué punto existe un punto autobiográfico. ¿Existe algo de eso en Los dioses tienen los pies de lana?

R: Poco, la verdad. Lo que pasa es que yo no tengo mucha imaginación, y por eso para escribir ciertas escenas he tenido que tirar de algún acontecimiento que he vivido o que me han contado. Pero esos acontecimientos sólo han sido puntos de partida, siempre. Recuerdo, por ejemplo, que en mi familia todo el mundo me decía que David les recordaba a mí, por la importancia que la figura del abuelo tiene en los dos. Pero en realidad el abuelo de David no se parece nada a mi abuelo. Mi abuelo era una persona afable, no enseñaba clásicas… El de David, con su enseñanza casi tiránica, tiene una influencia más negativa que positiva. Pero bueno, volviendo al tema. Todo lo autobiográfico que pueda existir en la novela se debe más a mi falta de imaginación que a otra cosa. Y siempre he intentado que esos componentes se alejen de mí lo más posible, que sólo sean puntos de partida, nada más.

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