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Daniel R. Rodero

A Juan Muñoz Martín, en su gloria

Uno no puede dejar de sentirse un poco más huérfano ni de pensar que ha fallecido el último abuelo que a los jóvenes de mi generación nos quedaba.

Uno no puede dejar de sentirse un poco más huérfano ni de pensar que ha fallecido el último abuelo que a los jóvenes de mi generación nos quedaba.
Juan Muñoz Martín. | Archivo

Ha muerto Juan Muñoz Martín y uno no puede dejar de sentirse un poco más huérfano ni de pensar que ha fallecido el último abuelo que a los jóvenes de mi generación nos quedaba. Profesor de bachillerato, nos enseñó a amar la lectura a todos los que hoy la amamos y nacimos en las décadas de los ochenta y noventa. Su Fray Perico y su borrico sigue fascinando a los chavales cuarenta años después de su publicación, aun cuando se les obliga a leerlo. Uno, en cambio, tuvo la suerte de descubrirlo por sí solo, gracias a un regalo maternal.

Algunos sábados, mi madre aprovechaba las primeras horas de la tarde para comprarnos ropa a mi hermana y a mí. Como siempre he sido bajito y tirando a rechoncho, yo tenía que probármela quisiera o no quisiera, para ver si me valía o no me valía y, en caso de que me valiese, para saber cuántos centímetros había que recogerme los bajos.

Aquel periplo de ir de tienda en tienda me aburría espantosamente. Me ponía de muy mal humor, de un mal humor que me temo que se me notaba mucho, aunque en aras de la paz familiar procurase disimularlo: "Daniel, pruébate esto. Daniel, ponte esto otro. Súbete bien los pantalones, que la señorita tiene ver cuánto te sobra de pernera…". Yo creo que mi madre me veía tan agobiado y a disgusto que no podía sino apiadarse de mí; de manera que, para compensarme, nos llevaba luego a una librería para que mi hermana y yo comprásemos dos libros cada uno. Pero un nuevo problema aparecía de golpe.

Y es que, de aquélla, a mi hermana no le gustaba leer. Y claro, lo que apaciguaba a Daniel enfurruscaba a Carmen, con que aquellos sábados, sin ir a peor, tampoco mejoraban. Así que, mientras mi hermana y mi madre llegaban a un compromiso de consenso —al menos, todo lo consensuado que puede ser un compromiso en que la autoridad materna no claudica porque sabe que hay cosas en que no debe claudicar—, yo fisgoneaba entre los anaqueles de la librería en busca de algún título de Juan Muñoz Martín que aún no hubiese leído: —¿Fray Perico en la guerra? Lo leí hace dos meses. ¿El pirata Garrapata llega a pie al templo de Abu Simbel? Hace tres semanas.

Ya en mi cuarto, yo me abismaba en las peripecias del regordete y entrañable fraile y de sus bonachones compañeros de comunidad: fray Nicanor, el padre superior; fray Ezequiel, el de la miel; fray Cucufate, el del chocolate, fray Mamerto, el del huerto, o fray Olegario, el bibliotecario, etcétera. También en las insólitas aventuras de ese pirata bueno y narigudo al que acompañaba una tripulación de lo más variopinta: desde el orangután Pascasio, que se pasaba los ratos libres leyendo las obras del filósofo Schopenhauer, hasta la bellísima Floripondia, cuyos secuestros recurrentes hacían que Garrapata se tuviera que echar a los mares del mundo a bordo del Salmonete a fin de rescatarla.

Madrileño de nacencia aunque salmantino de idioma, Juan Muñoz Martín escribía en un castellano accesible y delicioso, lleno de sabor y de textura, que de cuando en cuando obligaba a los niños a consultar el diccionario para enriquecerse de palabras, de giros, de expresiones. Gracias a sus libros, aprendí lo que era un obús, un odre o un trabuco; supe por primera vez de la figura de El Empecinado y en qué había consistido la Guerra de la Independencia.

Y entre carcajada y carcajada, me resultaba imposible no emocionarme con esa bondad tan clara, tan sencilla, de todos aquellos seres en los que se traslucía el mucho amor que su novelista y padre sentía hacia ellos. Uno intuía entonces que quien ideaba aquellos lances inverosímiles tenía que ser por fuerza un hombre cariñoso, divertido y bueno. Sí, sobre todo, bueno. Y en el mismo sentido de la palabra que Antonio Machado aplicaba para sí.

A la tarde siguiente, de los dos libros del sábado no me quedaba ya ninguna línea por leer. Pero a esa edad las historias no terminan por completo si uno no juega inmediatamente a aquello que ha leído y saboreado. Así que medio me disfrazaba de fraile y fantaseaba con ser uno más de aquellos monjes franciscanos en la Salamanca del principios del XIX o un curtido lobo de mar a la órdenes del honorable Garrapata.

Juan Muñoz Martín ha fallecido y a mí me embarga la pena no haber charlado nunca un ratito con él, de no haberle dado jamás un beso en la mejilla —en esa mejilla suya de piel anciana y barba recia— que es lo que hice, mientras vivió, con el único abuelo al que yo conocí.

Hoy —ya digo— los niños de mi edad hemos perdido al último abuelo que nos quedaba.

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