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Daniel R. Rodero

No todo arde

Frente al recurso fácil de facilitar la muerte, Unzué nos ha recordado nuestro deber de dignificar la vida.

Frente al recurso fácil de facilitar la muerte, Unzué nos ha recordado nuestro deber de dignificar la vida.
EFE

Hablaron el otro día en el Congreso los aquejados de ELA, "capitaneados" por el futbolista Unzué, y nosotros —parvos miopes— nos hemos quedado con que apenas les escucharan cinco diputados. El hecho, con ser grave, no me parece lo principal. Para el caso que presumiblemente iban a hacerles, casi mejor que sólo les escuchasen cinco señorías; pues seguro que así los aquejados de ELA salieron de las Cortes sin motivo alguno para alimentar falsas esperanzas.

Lo admirable de la intervención de Unzué y sus nuevos compañeros de equipo no fue el justificado reproche inicial; tampoco el tono sedeño con que lo dirigió. Lo admirable fue la profundidad de sus preces, que desde luego no consistieron en que sus señorías los escuchen en masa cada vez que acudan al Congreso para hacerles el mismo caso que hasta ahora, sino que arbitren cuantos medios sean menester para garantizarles una vida digna. Porque, hasta ahora, frente a las enfermedades difíciles, lo único que han hecho sus señorías es aprobar una ley de eutanasia con más oscuros que claros.

Pero ni Unzué ni su nuevo equipo han demandado más asistencia en la hora de su muerte, sino en el trance continuo de la vida; no han pedido recursos para que les ayuden a bien morir, sino para lo contrario. Si la vida es ese conjunto de funciones —biológicas e incluso psíquicas— que resisten contra la inexorabilidad de la muerte —el no ser—, el vitalismo es la reivindicación máxima de ese "continuar siendo". Mas de continuar siendo en plenitud.

Será —quién lo niega— una plenitud diferente. La enfermedad irá imponiendo sus restricciones, pero las impondrá sobre un organismo con fuerza aún para quejarse de que apostar por la eutanasia es renunciar a la alternativa, "es quitar el dolor de la cabeza, cortando la cabeza que siente", por decirlo con versos quevedianos. Será —bien lo sabemos— una plenitud asediada y menguante, frágil; pero plenitud al fin y hasta el fin. Y si obligarse a vivir plenamente es una hazaña para los sanos, qué no supondrá para los enfermos…

Unzué, con su tono sedeño y sus glaucos ojos entrañables, ha dado un discurso a contracorriente, sin más retórica que la de participarnos sus necesidades del día a día. Y aun cuando es seguro que los cinco diputados no le brindaron motivos para alimentar falsas esperanzas, él sí que nos ha abierto a nosotros —parvos miopes— una puerta a ella.

Frente al recurso fácil de facilitar la muerte, Unzué nos ha recordado nuestro deber de dignificar la vida. Y de paso, como quien no quiere la cosa, nos ha hecho saber que no todo arde.

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