
Llama la atención que El jardinero, serie española líder en Netflix durante las últimas semanas, no este basada en ninguna novela. Porque el material que ofrece la historia pergeñada por Miguel Sáez Carral (La caza, sin tetas no hay paraíso) parece extraída directamente de un best-seller "noir" de los que tanto abundan en la misma plataforma.
Una observación quizá baladí, quizá no, pero que ubica directamente El jardinero en el centro de atención de ese consumidor que devora el formato de mini series de misterio, ya sea de produccion nacional como internacional, que habitualmente mecla lo criminal con la conveniente hornada de dramas familiares y traumas del pasado.
El jardinero apunta directamente a ese centro neurálgico, con la salvedad prometedora un retorcido componente hitchcockiano y romántico. El triángulo casi-amoroso que se forma entre Elmer, el joven apocado que vive bajo el ala de una madre controladora y que se enamora de la joven a la que ambos habían convenido asesinar, sin duda ofrece una oportunidad para un retorcido viaje a los abismos del crimen que recoge muchos motivos del director británico y creador del Norman Bates de la gran pantalla, personaje que sin duda inspira en cierta medida las peripecias de Elmer.
Pero El jardinero, rodada en nostálgicas localizaciones de una invernal Pontevedra, apuesta por la vía del cuento de hadas, ofreciendo a Álvaro Rico y Catalina Sopelana la oportunidad de convertirse en otros amantes juveniles en un entorno hostil. La apuesta de la serie por complacer a un público juvenil en lugar de explotar la faceta más oscura y psicológica de su afección, malgasta muchos minutos en una serie que apuesta por la vena más fatalista y facilona y rellena con un procedimental policial insuficientemente desarrollado. La serie aboga por reflexionar sobre la necesidad de sentir incluso las emociones más tristes pero por el camino va rechazando todas las oportunidades de hacer otra cosa más oscura, turbia, divertida e interesante.
El resultado es otra serie que versa más sobre los problemas emocionales y sin resolver de sus protagonistas -incluso los policías adultos parecen poseídos por esa fuerza- que un thriller turbio o emotivo, obviando de paso las implicaciones morales del delito. Ni turbia ni emotiva, solo la mexicana Cecilia Suárez consigue traspasar la pantalla con un personaje enigmático y complejo perjudicado por imágenes de videoclip lánguido. Por lo demás, El jardinero está preñada por intérpretes juveniles de ingenuidad forzada en un thriller hitchockiano demasiado diluido en las necesidades de un drama familiar fatalista y facilón, sin que el thriller romántico que pretende ser consiga crear algo distintivo.

