
También durante la Guerra, el fútbol fue uno de los pocos focos de distracción. Que nos dejó grandes historias. Algunas, incluso, positivas. De grandes héroes. Otras, de manera inexorable, muy dolorosas. Como la que sucediera durante la disputa del partido de fútbol entre el Milan y la Juventus de 1944, y que tan maravillosamente relatan Davide Grassi y Mauro Raimondi en su libro Un calcio a la guerra.
El contexto
Hablamos de 1944. Hablamos del quinto verano de Guerra. Hablamos de uno de los puntos álgidos del conflicto. Un conflicto que alcanzó prácticamente todo el planeta. Pero con lugares especialmente calientes. Uno de ellos era Milan. La città è morta. La ciudad está muerta, llegaría a definir el futuro premio Nobel Salvatore Quasimodo en uno de sus poemas.
Víctima de los bombardeos sufridos desde el año anterior, seguidos de la ocupación alemana. Amenazada por la violencia de aquellos que saben que, hagan lo que hagan, quedaran impunes. Hambrienta por el racionamiento, en un momento en que todo había multiplicado su precio y reducido drásticamente la cantidad. Vaciada por los desplazamientos, especialmente aquellos que ponían rumbo al sur, a la zona no ocupada... Era, en efecto, una ciudad destrozada. En sentido figurado, y en sentido literal.
En esa tesitura, la tarde del 2 de julio se disputaba un encuentro amistoso entre el Milan (entonces Milano, por aquello de italianizar los nombres, a pesar de sus orígenes, como sucediera con el Genova o la Ambrosiana) y la Juventus. Porque el régimen italiano quería que se continuara jugando al fútbol, a pesar de todo. La idea de simular que todo seguía bajo la normalidad rozaba el surrealismo.
En el Milan, futbolistas como Capra o Boniforti. En la Juve, los hermanos Sentimenti y, sobre todo, Giuseppe Meazza, exmilanista dos veces proclamado campeón del mundo con la selección italiana. En las gradas, cerca de 16.000 espectadores con ganas de ver fútbol (hacía más de un mes que el Milan no podía jugar en casa); y, sobre todo, con ganas de olvidar, si quiera por unos minutos, la Guerra.
Efectivamente, duraría poco.
El partido no tuvo mucha historia. La Juve dominó de principio a fin. 2 a 0 al descanso. 5 a 0 cuando faltaban cinco minutos para concluir el encuentro.
Y fue justo en ese momento cuando comenzó la pesadilla.
Una redada perfecta
Lo primero que se escucharon fueron unos disparos. Sin saber muy bien de dónde procedían, desde los altavoces del estadio se dio la orden: todos los hombres nacidos entre 1916 y 1926 (exceptuando los de 1919, no se sabe muy bien por qué) debían salir por la puerta Norte. Todas las mujeres y los niños debían hacerlo por la puerta Sur. El resto, por la puerta Oeste.
Era un plan impecable. De las 16.000 personas presentes en el estadio, debía haber varias, muchas, en esa franja de edad. Todas ellas sin escapatoria.
Por mucho que a más de uno se le ocurriera la idea de huir, o la de salir por otra puerta, era imposible. Era inevitable pensar que en cada acceso, y fuera del estadio, había severos controles. Militares italianos y alemanes. No había otra opción que hacer caso. Salir por la puerta Norte. Y rezar.
Tras largos y minuciosos controles, 300 personas que salieron por la puerta norte lo hicieron en fila, custodiados por guardias, y subidos a camiones. Es difícil saber cómo se produjo aquella selección. Porque a buen seguro los aficionados comprendidos en aquella franja de edad eran más.
Pero se sabe que fueron 300 quienes subieron a camiones. Camiones que se dirigieron al norte de la ciudad, a la Bicocca, el cuartel donde tenía sus oficinas de reclutamiento la Todt, la organización encargada de suministrar mano de obra a las industrias del Tercer Reich utilizando prisioneros de guerra o ciudadanos comunes. Una vez allí los jóvenes fueron obligados a bajar y reunidos bajo la vigilancia de los adeptos a la organización germana.
Y a partir de ahí, la nada. Los trescientos desaparecieron. Sólo un fonograma enviado desde la Jefatura de Policía a la Prefectura, informando de que los alemanes habían organizado todo aquello, sin avisar siquiera a las autoridades italianas.
Pero qué sucedió con aquellas 300 personas, nunca se supo. Jamás.
Conjeturas, varias. Ninguna positiva. Desde que nunca volvieron a salir de ahí, a que continuaron trabajando para diversas empresas alemanas como mano de obra, desposeídos de toda identidad.
La más probable, no obstante, apunta a que fueron todos enviados a campos de concentración. Porque en los días sucesivos muchos trenes salieron de Milán rumbo a Alemania, cargados de mano de obra. En los registros de aquellos trenes se observa un porcentaje de nacidos entre 1916 y 1926 de casi el 80%, más del doble que en fechas anteriores o posteriores.
Una historia que, con la desaparición de aquellos 300 jóvenes, y ante la imposibilidad de hallar mayor información, quedó prácticamente olvidada durante décadas. Hasta que Davide Grassi y Mauro Raimondi lo investigaron, y lo plasmaron, en su libro Un calcio a la guerra.
Un trabajo de investigación que continúa hoy. Pero que de momento ya ha servido para demostrar que aquella redada, aquella cacería en un campo de fútbol, ocurrió. Fue real. Y hoy que se cumplen 80 años de aquella inhumanidad en un campo de fútbol, conviene recordarla.

