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Crónicas murcianas

Escenas de sofá, o cómo pervertir la democracia

Lo más insultante del régimen actual en términos intelectuales es el doble juego, ese sobreentendido que impera entre los ciudadanos alimentado por los medios de comunicación, según el cual los debates políticos se sustentan en el parlamento y se deciden por el voto libre y responsable de los representantes de los ciudadanos. Por supuesto no es así.

Aquí las grandes cuestiones se deciden en un sofá entre el presidente del gobierno y el líder del segundo partido. Punto. Al llegar el asunto discutido versallescamente por los dos grandes líderes al parlamento, el portavoz hace una seña con los dedos y todos los diputados de su grupo, como el reflejo de Paulov, apretan el botón correspondiente. Algunos hasta se equivocan.

Los acuerdos sobre empleo y políticas sociales se llevan a cabo con los sindicatos y la patronal, los económicos con los presidentes de los grandes bancos, los territoriales con los líderes nacionalistas, apenas con representación nacional, y los políticos con el jefe del segundo partido. Esta es la democracia orgánica que ideó Franco, no la democracia liberal que nos llevan intentando vender desde la GTE (Gloriosa Transición Española).

Al menos fuera de aquí guardan algo más las formas. De hecho, hay semanas en que el presidente francés, alemán, inglés o italiano no recibe en su palacio oficial al representante del segundo partido, cosa que aquí ocurre con toda normalidad. La mayoría de periodistas e intelectuales aplauden efusivamente este clima de acuerdo constante entre los dos grandes partidos, es decir, entre Rodríguez Zapatero y Rajoy Brey, sin más testigos que el marmolillo de La Moncloa, que encima no concede declaraciones. No sólo eso, el sector progre de la comunicación, exige que la política nacional se conduzca así, pues por lo visto no confían en el criterio individual de los diputados y senadores. Si los acuerdos se producen para intervenir con más fiereza nuestro sistema productivo, entonces el trasero se les hace gatorade. ¡Salvemos nuestro sistema financiero! Es decir, robemos más la riqueza legítima de los ciudadanos para entregarla a quienes no han sabido rentabilizar sus negocios. Esa es la consigna actual, que R. Brey y R. Zapatero van a cumplir a rajatabla a espaldas del populacho, que en el mejor de los casos también aplaude por aquello de no ir contracorriente.

Pues bien, supongamos que yo, Pablo Molina, no estoy de acuerdo en que el gobierno me robe para entregar mi dinero, con el aplauso de la oposición, a unos malos empresarios que, encima, abominan del sistema de libre competencia porque están acostumbrados a hacer negocios a la sombra del poder (recuerden las penúltimas declaraciones de la CEOE, abogando por la estalinización de nuestra economía). ¿Y? ¿A quién reclamo? ¿Quién es mi representante en el parlamento? Ni idea. Voté a una lista cerrada con unas personas que ni siquiera conozco y que cuando llegan a las cortes se limitan a obedecer a su jefe. Que no soy yo, sino el presidente del partido. Su puesto, en realidad, no me lo deben a mí, que les voté, sino al dirigente que incluyó sus nombres en un puesto alto de la lista electoral. ¿Qué intereses van a defender? ¿Los míos o los del jefazo? La respuesta es obvia.

Así pues, las listas cerradas obligan a que exista una férrea disciplina de voto en los parlamentos, pues el diputado no lo es por decisión directa de sus votantes sino por las estructuras del partido que lo ha colocado en un lugar determinado de la lista electoral. Sin embargo, "La Nicolasa" prohibe taxativamente el mandato imperativo, que los partidos vienen vulnerando de forma flagrante desde el 78 hacia acá. ¿Son todas las leyes aprobadas desde entonces inconstitucionales? Algún estudioso habrá que plantee la duda, ya lo verán.

Al menos en Estados Unidos, el representante de Montana tendrá que explicar a los granjeros que le votaron por qué ha aceptado el rescate chavista de Bush a costa del dinero de sus cosechas y arrostrar su responsabilidad en las próximas elecciones. Aquí, los diputados, ni siquiera se creen obligados a dar explicaciones del latrocinio. Otra diferencia, quizás la principal, entre una democracia real y otra aparente.

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