Todo ocurría pasados seis minutos del despegue. A más de 4.800 metros de altura reventaba uno de los módulos del interior y el exterior del avión de Alaska Airlines con destino a Ontario, en California.
Fuselaje desaparecido, sin protección al abismo, pero con una calma inusitada entre el pasaje durante los 19 minutos que dura el descenso hasta el aterrizaje de emergencia, sin víctimas entre las 177 personas a bordo, en el mismo aeropuerto de salida, en la ciudad de Portland, al noroeste de Estados Unidos. "Somos muy afortunados de que esto no terminase en algo más trágico" y que no ocurriese a más altura, dice la presidenta de la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte, Jennifer Homendy, que confirma que no había nadie en los asientos más cercanos y afectados por la explosión, que pasa a identificarla ya "de incidente a accidente".
Con los 171 modelos de este Boeing 737 MAX 9 que operan en el país en tierra, hasta que finalice la revisión de todos ellos, la pregunta de las autoridades está en por qué saltaba en pleno vuelo ese panel en concreto, diseñado por la empresa Spirit Aero Systems para sustituir una puerta de emergencia opcional, y en la que también tiene un papel clave en su proceso de construcción la propia Boeing.
Uno de los dos gigantes aeronáuticos, con sede en Seattle, y muy cuestionado por este avión, en el aire desde hace casi siete años y que, en su versión reducida, la MAX 8, registraba dos accidentes con 346 muertos en Indonesia y Etiopía en 2018 y 2019. Un fallo fatal en el software de las aeronaves obligó, también entonces, a suspender todos los vuelos de esta serie de aparatos en el mundo durante 18 meses.
Un modelo de bajo coste de mantenimiento y uno de los más vendidos de la historia por Boeing que, sin embargo, arrastra a la compañía en una de sus etapas más críticas, con un 35 por ciento menos de pedidos ya que su principal competidor y líder del sector, la europea Airbus.