
Podemos ha vuelto a sacar su juguete favorito: la expropiación. Debe ir la cosa muy mal. Esta vez le ha tocado a Repsol, convertida de pronto en símbolo del mal capitalista y en fetiche de la redención climática. No hay nada detrás de esta ocurrencia, no hay ningún estudio serio de impacto. Solo la depredación del populista, que cuando la realidad no encaja en su relato, decide cambiar la propiedad de las cosas.
No es una ocurrencia nueva. Es una pulsión vieja, genética, del comunismo radical. Ese que confunde la política con la administración de fincas y propiedades. Argentina expropió YPF y acabó pagando miles de millones en compensaciones. Venezuela "recuperó" su petróleo y hoy sus refinerías son una oda a la decadencia tecnológica. Allí donde la política sustituye al mercado, la inversión desaparece, la tecnología se estanca y la pobreza se institucionaliza. La nacionalización no es un remedio: es un veneno que se disfraza de justicia social.
El argumento medioambiental es, además, una impostura de manual. Se acusa a Repsol de ser "una de las empresas que más contamina del país". Pero esa afirmación solo se sostiene con una falacia contable: se le atribuyen las emisiones de quienes utilizan sus productos. Es como culpar a una pastelería del colesterol de sus clientes. Irene Montero vuela con la frecuencia que requiere su cargo entre Madrid y Bruselas, generando una huella de carbono que multiplica con creces la de cualquier ciudadano medio. No es Repsol quien contamina: eres tú, Irene. Pero el populismo prefiere culpar al proveedor antes que al consumidor, porque el consumidor vota.
El argumento de expropiar una empresa energética para luchar contra el cambio climático únicamente puede calar en cerebros con una percepción de la realidad preocupantemente deficiente. La idea de que la gestión pública garantiza eficiencia ya fue probada, con resultados penosos —por ejemplo, en la Barcelona de la capitana de la flotilla merendilla, Ada Colau—. Su empresa municipal de energía nació con el aura de la "electricidad para el pueblo" y terminó ofreciendo tarifas más caras que las del malvado oligopolio eléctrico (en lenguaje ‘perrofláutico’). La épica duró lo que tardó en llegar la primera factura.
El Estado empresario, igual que el político empresario, nunca aprende: confunde el poder con la competencia y el presupuesto con la productividad. Repsol no es perfecta —ninguna empresa lo es—, pero forma parte del tejido que genera empleo, innovación y fiscalidad. Atacarla desde la ignorancia económica y la pulsión ideológica solo erosiona la credibilidad del país y ahuyenta la inversión.
Porque el verdadero problema no es Repsol, sino la tentación constante de algunos por convertir la economía en un laboratorio ideológico. Y cada vez que lo hacen, el resultado es el mismo: menos inversión, más déficit y una pobreza más repartida, que al parecer es la única riqueza que saben socializar.

