
En España, el ciudadano medio soporta una carga fiscal que se aproxima cada vez más a la de los países nórdicos, pero recibe unos servicios públicos más propios de un Estado ineficiente y descoordinado. Esta paradoja fiscal no es nueva, pero se agrava año tras año, en un contexto donde el gasto público crece sin control, la productividad del sector público apenas mejora y los contribuyentes son vistos más como una fuente de financiación que como destinatarios de un servicio justo.
España ha alcanzado niveles históricos de recaudación: más de 525.000 millones de euros en ingresos públicos, impulsados por una combinación de inflación y voracidad recaudatoria. No obstante, el esfuerzo fiscal —es decir, la presión fiscal en relación con la renta disponible per cápita— se sitúa entre los más altos de la OCDE.
El resultado es evidente: la clase media se ha convertido en el gran sostén del sistema. Los tipos efectivos del IRPF, las cotizaciones sociales y los impuestos indirectos hacen que, de cada euro que genera un trabajador, más del 45% acabe en manos del Estado en sus tramos marginales máximos. Mientras tanto, el retorno en servicios se deteriora año tras año.
La sanidad pública presenta hoy listas de espera de más de seis meses para una operación en muchas comunidades. En educación, los resultados del informe PISA siguen cayendo, mientras los gobiernos discuten sobre currículos ideológicos en lugar de reforzar la excelencia académica. En transporte, el ciudadano observa cómo se anuncian proyectos grandilocuentes mientras las infraestructuras existentes se degradan o se utilizan como herramienta política de reparto territorial.
El problema no es que falten recursos, sino de mala gestión. Los recursos públicos se destinan de forma creciente a gasto corriente improductivo, subvenciones clientelares y estructuras administrativas redundantes. Gasto, déficit y deuda y, sobre todo, una apuesta decidida por una economía subsidiada sólo puede conducirnos a acentuar la destrucción del tejido productivo y, con ello, de millones de puestos de trabajo, dejando a trabajadores y empresarios sin cobertura alguna, y a destruir, así, la prosperidad labrada por los ciudadanos, convirtiendo a nuestra sociedad en un ente pobre y subvencionado, incapaz de prosperar.
En este proceso, como ese gasto hay que pagarlo, porque no es gratis -nada es gratis-, lo financia el sufrido contribuyente. La receta del Gobierno para seguir gastando y cubrir ese desfase es subir impuestos, hasta el punto de volverlos confiscatorios o, al menos, casi confiscatorios donde Sánchez ha realizado 81 subidas de impuestos y cotizaciones, como bien señaló hace unos meses el Instituto Juan de Mariana y siempre quiere más, y no digamos sus socios de Gobierno, que, si pudiesen, pondrían un impuesto para cualquier acción: nos venden, incluso, que gravan hechos imponibles con impuestos para respirar mejor -los llamados medioambientales- cuando el verdadero objetivo del Gobierno, si le fuese posible, sería ponernos impuestos hasta por respirar.
Ese nivel de impuestos es ya inasumible, con una progresividad a la que hay que poner un límite, porque ha sobrepasado la función para lo que fue diseñada. Todo tiene un límite y con tanto impuesto sólo van a lograr dos cosas: incrementar la lacra de la economía sumergida, que hay que perseguir y erradicar, pero que con tanto impuesto ellos mismos incentivan, con perjuicio para la sociedad; y asfixiar a familias y empresas, hiriendo la actividad económica y, con ello, el empleo, que nos llevará a más gasto por prestaciones y menor recaudación. Es decir, se habrá estrangulado tributariamente a los agentes económicos para que tengan una posición peor, más débil.
Y esa carga tributaria afecta a todos, también a las rentas más débiles, aunque en ocasiones la ilusión fiscal lo oculte. Un salario de 16.578 euros anuales de 2018 equivale a uno de 19.930 euros anuales en 2025.

Y este último importe pagaría ni más ni menos que 2.198,68 euros. En comparación, los 1.000 euros de 2018 equivalen a 1.202,40 euros, con lo que el incremento de impuestos es de casi 1.000 euros para un mismo contribuyente.

Se nos dice que los impuestos "sostienen el Estado del bienestar", pero ese bienestar es cada vez más retórico. La política fiscal española castiga el ahorro, la inversión y el trabajo: impuestos al patrimonio, sucesiones, donaciones, plusvalías, por no hablar de las cotizaciones sociales. Todo ello conforma un entramado que disuade la creación de riqueza y penaliza a quienes producen. Mientras tanto, las ayudas se distribuyen con criterios políticos o electoralistas, no por eficiencia o equidad.
El Estado del bienestar, para sostenerse, necesita una economía dinámica, no un aparato burocrático insaciable. Los países que ofrecen servicios públicos de alta calidad —como Dinamarca o Suecia— lo hacen con instituciones transparentes, baja corrupción, alta productividad y una gestión racional del gasto. En España ocurre lo contrario: se suben impuestos para alimentar un sistema ineficiente.
El debate no debería centrarse en cuánto recauda el Estado, sino en cómo gasta lo que recauda. España no necesita más impuestos, sino mejores gestores; no más burocracia, sino más responsabilidad; no más retórica redistributiva, sino eficiencia, meritocracia y evaluación de resultados.
Mientras el ciudadano siga pagando impuestos altos para recibir servicios pésimos, la confianza en las instituciones se erosionará, la productividad seguirá estancada y la sociedad avanzá hacia una desafección cada vez mayor, porque el problema de España no es que se ingrese poco: es que se gasta mal y se gestiona peor.
