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Enrique Coperías

No es suficiente

Mientras que en los países ricos el SIDA ha dejado de ser una enfermedad mortal de necesidad para convertirse en una dolencia crónica y la incidencia de la infección está en claro retroceso, África, Oriente y Europa del Este asisten a una epidemia completamente desbocada.

La propagación del VIH –el virus de la inmunodeficiencia humana– es especialmente rápida en el sudeste asiático y el África subsahariana. La zona situada al sur del Sahara alberga ahora las dos terceras partes de la población mundial infectada, es decir, a unos 25 millones de almas. En el área de Namibia, Botswana y Zimbabwe, entre el 16 y el 32 por 100 de la población adulta lleva en sus entrañas la marca del VIH. De acuerdo con un informe emitido por el Departamento de Salud Sudafricano, 9 de cada 10 niños portadores del virus en el mundo viven en el sur del continente negro.

En los países occidentales, la administración de fármacos antivirales a las madres seropositivas, para evitar que el VIH pase al feto, es ya una práctica tan rutinaria como eficaz. La situación es bien distinta en África: la clínica de Médicos Sin Fronteras se presenta como uno de los contados centros sanitarios africanos que ofrecen un programa equivalente a las embarazadas con SIDA. Es más, pocas clínicas y hospitales de este continente disponen del personal sanitario y de los medicamentos anti-VIH para tratar a los hombres infectados, a las mujeres que no esperan un hijo y a los niños. El alto coste de estas medicinas constituye, sin duda alguna, el principal obstáculo para frenar el avance del SIDA en los países más desfavorecidos. En España, por ejemplo, la medicación para un paciente cuesta la friolera de 1,2 millones de pesetas al año, cifra a la que hay que sumar los 3,5 millones de pesetas que suponen los ingresos, las consultas y las pruebas de diagnóstico.

Se trata de un gasto inimaginable para los gobiernos de los países pobres. Es más, la iniciativa propuesta el año pasado por cinco laboratorios para reducir hasta un 80 por 100 el precio de sus medicinas resulta del todo insuficiente. Como aseguró en su momento la ministra sudafricana de Salud Pública, Manto Tshabalala Msimang, esta ayuda apenas permitiría sufragar la medicación de aproximadamente 120.000 pacientes, número que se vería reducido si se contabilizaran las otras muchas atenciones médicas y sanitarias que precisan los enfermos.

Ante esta situación insostenible, resulta comprensible que el Gobierno sudafricano haya tirado por la calle de en medio y anunciara su intención de fabricar a bajo coste las medicinas que necesita para tratar a sus enfermos de SIDA. En parte, también se entiende que la industria farmacéutica pusiera el grito en el cielo: el desarrollo de un medicamento supone una fortísima inversión que los laboratorios intentan amortizar, por motivos de patente, en un plazo breve de tiempo.

No nos llevemos a engaños: la industria farmacéutica se mueve exclusivamente por dinero. Si invierte en el desarrollo de una terapia es porque ve posibles beneficios. Prueba de ello es el poco caso que hacen a ciertas enfermedades parasitarias que asolan el Tercer Mundo. Ahora bien, los poderosos laboratorios nunca debieron llevar a los tribunales al débil Gobierno sudafricano, aunque sólo fuera por motivos de imagen.

Tras enseñar las garras, retiran ahora las demandas; eso sí, tras una negociación que bien podía haberse producido sin llegar a tales extremos y cuyo contenido real no ha trascendido a la opinión pública. Ahora bien, pensar que la solución al problema del SIDA en África está en manos de 39 compañías farmacéuticas y de los gobiernos afectados es una ingenuidad. Para controlar la epidemia es necesario un mayor esfuerzo por parte de los países ricos. Una primera ayuda estaría en condonar la deuda que, como ha dicho Ebrahim Samba, director de la OMS para África, permitiría cubrir hasta el 40 por 100 de las necesidades sanitarias del continente.

Pero esto no es suficiente para frenar el avance de la infección. En África hacen falta más médicos, más personal sanitario, más hospitales, más higiene, más campañas preventivas, más alimentos. Más de todo. Cerca de 35 millones de personas infectadas por el VIH viven en África, donde las armas que realmente combaten el virus escasean. ¿El mundo debe dejarlas morir?

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