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Diana Molineaux

Que no viene el lobo

Cuando el Congreso de Estados Unidos reanude esta semana sus debates, el presidente Bush se habrá de plantear seriamente la grave erosión de su imagen, no en las encuestas divulgadas recientemente y que muestran una pérdida de popularidad, sino entre los legisladores de ambos partidos.

En su primer medio año en la Casa Blanca, Bush ha logrado también que los demócratas le pierdan el miedo y los republicanos la confianza, lo que se ha reflejado en las derrotas legislativas en el Senado que podrían extenderse también a la Cámara de Representantes, a pesar de que allí los republicanos todavía tienen la mayoría.

Bush llegó a Washington decidido a cumplir su promesa electoral de “cambiar el tono” de la ciudad, con agrios debates y jugarretas entre los dos partidos, creyendo tal vez que la personalidad que tanto le sirvió en Tejas para mediar entre seguidores y rivales tendría el mismo efecto en Washington. Pero igual que a George Bush-1, quien aspiraba a “una America más amable y gentil” y cedió ante los demócratas firmando una subida de impuestos, George Bush-2 comprueba que los compromisos tan sólo valen en términos generales y declaraciones de principios, pero no en concesiones concretas.

Tal como pedían los demócratas, Bush renunció a la base militar de Vieques, abandonó la pieza central de su reforma educativa consistente en dar alternativas al monopolio de la educación pública y aceptó un cierto control de los precios de la energía, con lo cual ha conseguido que los demócratas le acusen de veleidad y los republicanos se sientan abandonados. Este abandono tiene un precio político astronómico, pues ante la demagogia demócrata que acusa de ser elitistas a quienes defienden la enseñanza privada, o desalmados a quienes limitan los servicios médicos o permiten que suba el precio de la electricidad y gasolina, la mejor cobertura es el prestigio de la Casa Blanca y la garantía de que el presidente vetará las leyes contrarias a su programa.

Es cierto que la pérdida de la mayoría republicana en el Senado dificulta la gestión de Bush, pero si los republicanos plegaron velas la semana pasada y votaron en favor de las reformas demócratas, fue porque piensan que Bush tiene más deseos de firmar una ley que de vetarla y, si la Cámara de Representantes cree lo mismo, el presidente tendrá ante su mesa una ley totalmente contraria a sus principios y un maná para los abogados que patrocinan generosamente a los candidatos demócratas.

Bush tendrá que decidir pronto si le resulta más rentable dar pena que dar miedo.

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