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Hace un mes aventuré que Ian Thorpe iba a apoderarse de los Juegos de Sydney. El australiano ha vuelto a ser, casi un año después, la estrella indiscutible de Fukuoka. El “torpedo de Paddington” ha destrozado hasta la fecha 21 récords del mundo y ¡tiene sólo 18 primaveras! Me le imagino por las noches tratando de disfrazar su acné juvenil, observando perplejo esa increíble talla 52 de pie, la “turbina” que vuelve loco al mismísimo Van den Hoogenband. Pero el sueño no acaba de ser completo para este niño que sacó abono para la victoria. Su obsesión se llama Mark Spitz y lo malo es que el “tiburón” dejó de nadar hace ya treinta años. Hoy Mark the shark vive tranquilamente en California pero sus dentelladas en los Juegos de 1968 y 1972 siguen estando vigentes.

Las Olimpiadas de Munich pasaron a la historia por el atentado terrorista palestino y las siete medallas de oro que obtuvo, en las pruebas de crol y mariposa, el discípulo de las playas de Hawai. El “héroe del pueblo judío” tuvo que ser rápidamente evacuado del hotel en el que se encontraba alojado para evitar males mayores. Con sus nueve medallas de oro, la de plata y la de bronce, Spitz se colocaba en el tercer puesto de los máximos triunfadores de la historia de los Juegos Olímpicos, por detrás de la gimnasta rusa Larissa Latynina y el corredor finlandés Paavo Nurmi. El nadador estadounidense fue un atleta de laboratorio, obra de Doc Counsilman, el entrenador de la Universidad de Indiana. Un deportista perfecto.

Por eso Thorpe nadaba contra la historia. Sus seis medallas de oro (¡Uy!) no sirvieron para batir el registro del tiburón, la auténtica obsesión del “flipper” australiano. Veo la fotografía de Spitz y está radiante con sus siete medallas de oro. Observo la instantánea de Thorpe con los brazos en alto, acaba de ganar otra carrera pero no muestra ningún entusiasmo. En Fukuoka, Ian pensaba en aquellos Juegos de Munich que, treinta años después, le siguen complicando la existencia.

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