En cuestión de semanas, con la apertura de la veda, se obrará un cambio en nuestros campos y en nuestros montes. El aire llevará nuevos olores, sumados a los tradicionales de la jara, los pinos, el tomillo o la lavanda: los de la pólvora. Y nuevos sonidos, ya que además de los cantos de los pájaros, el golpeteo de la lluvia o el rumor del viento en las copas de los árboles, se escuchará el atronador de miles de disparos.
Se abrirá la temporada de caza, y cerca de un millón y medio de cazadores se echarán al campo para abatir conejos, perdices, jabalíes, ciervos, etc., en una actividad que genera miles de puestos de trabajo y que mueve cerca de cuatrocientos mil millones de pesetas anuales en España. Nuestro país es un auténtico paraíso cinegético. Cerca del 70% de la superficie patria es coto –privado, social o regional, entre otras figuras– de caza.
Esa legión armada puede tener un gran impacto sobre la naturaleza. Y eso sucede cuando se gestiona mal la actividad o cuando se envenena o abate especies protegidas. Pero al mismo tiempo, la caza puede ser también un aliado de la conservación de la naturaleza. De hecho, algunos de los principales baluartes de naturaleza que nos restan (Montes de Toledo, Sierra Morena, algunas sierras de Extremadura, etc.) son inmensos cazaderos. Es difícil preservar la naturaleza si no hay un uso económico de ella que apoye tal conservación y la caza, de entre todos los usos del paisaje, es sin duda uno de los que menos transformación del paisaje requiere.
Pero la caza es una actividad polémica. Cada año se renueva el enfrentamiento entre sus partidarios y sus detractores. Polémica en la que, a mi modo de ver, tan mala es la ciega insensibilidad de muchos mal llamados cazadores ( que envenenan o abaten especies protegidas) como la sensiblería de mal llamados ecologistas, capaces de promover sin parpadeos la desaparición total de una actividad con un evidente papel en la conservación de la naturaleza.
Sería bonito un mundo donde no hiciese falta la muerte, un idílico paraíso al estilo Walt Dysney, con su célebre Bambi. A mi personalmente, que no soy cazador (aunque si muy carnívoro, lo lamento), me gustaría. Pero cualquier naturalista sabe lo que es un azor, un lobo o un águila real, y sabe que, por duro que parezca no puede haber vida sin muerte. Aunque ciertamente poco tienen que ver muchos de los cazadores actuales con los predadores naturales.
Sin embargo, en Cazorla las cabras montesas estuvieron a punto de desaparecer por una epidemia de sarna, debida a una superpoblación, que adecuados planes de caza podrían haber evitado. Y, por seguir hablando de cabras montesas, decir que en Gredos hay ahora cerca de siete mil, cuando a principios del siglo veinte sólo había una docena, gracias a la protección que le dieron los cazadores, mientras que en el Parque Nacional de Ordesa, donde se optó por no cazarlas, la extinción del bucardo, que a principios de siglo tenía una población algo más nutrida que las de Gredos, es ya una triste realidad. Podrían darse muchos ejemplos similares. La caza permite una obtención de ingresos para establecer una guardería y dotar de medios para la gestión de las especies.
Sin embargo, es obvio también que hay ciertas practicas cinegéticas reprobables y que están muy extendidas, que están causando la desaparición de especies emblemáticas de nuestra fauna. Tal es el caso del empleo masivo de cebos envenenados en los cotos de caza que, dirigidos inicialmente contra los zorros u otros animales considerados dañinos por algunos cazadores, acaban afectando a especies emblemáticas como el águila imperial ibérica. Tales prácticas, además de ilegales y absolutamente inselectivas, deben ser absolutamente desterradas y sañudamente perseguidas, dotando de más medios a organismos como el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil, que está realizando una encomiable labor.
La solución a la polémica de la caza ha de ser ese difícil arte de acabar con lo malo (con apoyo del propio sector, que no tiene la contundencia debida) y fomentar lo bueno. Es uno de esos usos tradicionales que puede convertirse en aliado de la conservación, ya que integra los recursos naturales dentro de la economía. En una sociedad hipermercantilizada la deseconomía de los recursos naturales no es algo que haya que fomentar, si es que de verdad queremos preservarlos. Lo triste del tema es que muchos que se dicen cazadores están dando demasiados argumentos a los más radicales anti-caza.

La caza
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