Julio César nos cuenta en la Guerra Civil cómo se utilizaba la kale borroka con fines políticos. El bloqueo en el Senado de la propuesta para congelar los alquileres durante cierto tiempo, da lugar en Roma a una serie sistemática de algaradas, con asesinatos incluidos, a cargo de gladiadores contratados por Celio Rufo. Ni qué decir tiene que los gladiadores en cuestión no tenían que pagar ningún alquiler a nadie. Estos profesionales de la violencia, algunos de ellos muy estimados por el público, no eran ciudadanos de primera ni nada que se le pareciese. En la política actuaban como sayones mamporreros y pare usted de contar. Eran manejados por políticos sin escrúpulos, que se aprovechaban de la falta de información y de la codicia relativa de semejantes energúmenos. Por fin, en Capua, son los mismos ciudadanos quienes rechazan a Celio, declarándolo hostis publicus, quien muere al fin asesinado a manos de caballeros de origen galo.
El error de Celio es de gran utilidad para los momentos que atravesamos. Él pensó que recaudando dinero de forma ilegal podría llegar a financiar un ejército de forzudos descerebrados. Pero no utilizaba recursos de comunicación. Podemos exponerlo así: los criminales no tenían ni idea de qué era lo que hacían ni para qué lo hacían.
Hace unos días les mostré algunos comentarios acerca de los planteamientos actuales en el contexto del Dilema del Prisionero (enlace al artículo de referencia). Permítanme abundar más en este sentido: por una parte, los terroristas, en general, creen que los interlocutores en su macabro juego son los representantes de los ciudadanos, cuando no es así: son los ciudadanos de uno en uno, y no las estructuras políticas, es decir, se trata de la misma sociedad civil. Todos y cada uno de los individuos emocionalmente afectados por la barbarie, en la mente del profesional del terror, deberían plegarse ante sus exigencias, reclamando el cumplimiento de las mismas a través de los mecanismos de representación política adecuados. Sin embargo, sucede todo lo contrario, ya que los actos de terror rearman moralmente a la población. Evidentemente, esta situación intensifica el conflicto creando una retroalimentación que consiste en la persistencia en los actos de terror y el consecuente rearme moral de la sociedad civil, con lo que se introduce un esquema que sólo genera dolor y sólo eso.
Es obvio que no todo el mundo soporta la tensión de este juego y que se producen quiebras de opinión, desistimientos morales e incluso síndromes de adherencia ideológica hacia la fuente del conflicto. Que quede claro que nadie tiene la menor obligación moral o formal de ser un héroe, ni siquiera en el terreno de la fantasía.
Piensen por ejemplo en los recursos económicos aplicados por las organizaciones afectas a Bin Laden. Según GloboNews estaríamos hablando de 300 millones de dólares y según El País (de Colombia) y otros medios, de 5.000 millones de dólares, lo que ya resulta un poco más difícil de creer, aunque nunca se sabe. Los tres cientos millones de dólares equivalen a 54.000 millones de pesetas, es decir, cuatro veces más que lo que el Ministerio de Medio Ambiente español dedica a recursos hidráulicos. Tengan la seguridad de que con una cifra así se puede crear una buena cantidad de puestos de trabajo, directos e indirectos. Su efectividad, además, sería contundente en áreas deprimidas (recordemos el ejemplo de la Banca Grameen la cual, por cierto, cualquier día puede convertirse en un objetivo terrorista, exactamente igual que una misión cristiana, una leprosería o cualquier otra entidad humanitaria: los terroristas no soportan la menor manifestación de éxito).
La creación de una campaña de opinión favorable en el mundo occidental, con la correspondiente captación de fondos no supondría más allá de 500 millones de pesetas destinados a acciones de lobbying y publicidad; además, es sumamente probable que la campaña se amortizase a si misma.
Insisto en este aspecto porque ya empieza a resultar excesiva la ingenuidad de presuntos analistas que insisten en que los nobles propósitos de los terroristas se centran en el remedio de la pobreza. La única pobreza que realmente les inquieta es la de los fabricantes de armas.
El insinuar que Naciones Unidas no asume el compromiso contra la pobreza es sencillamente una memez. Harina de otro costal es que la ciudadanía occidental, henchida de cerveza y fútbol, no preste la menor atención a la intensa labor de aquellas instituciones que, paradójicamente, esa misma ciudadanía mantiene. Pero esa es exactamente la actitud que la ciudadanía ha venido manteniendo con relación a los misioneros desde hace siglos.
Nos debería importar un bledo que las reglas nefastas dirijan nuestro modo de pensar y de someternos a los acontecimientos desde hace siglos. Es hora de romper esas reglas.

Romper las reglas
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