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La dudosa amistad de Arabia Saudita

Escuchando al príncipe Bandar, parece que Arabia Saudita es buen amigo de Estados Unidos. “Nuestro papel” —dijo recientemente el embajador saudita a CNN— “es estar sólidamente, hombro a hombro con nuestros amigos, la gente de Estados Unidos [...] En 1990, cuando necesitamos su ayuda, la obtuvimos. Y ahora es nuestro turno estar a su lado”.

Esa es la línea oficial, en la que los sauditas han invertido una fortuna, promocionándola a través de los años. La prensa la repite con frecuencia. Hace un par de semanas la revista Newsweek informó que “ninguna otra nación árabe había sido una amiga tan confiable por tanto tiempo como Arabia Saudita”. ¿Será verdad?

Cuando los terroristas asesinaron a miles de civiles en el ataque del 11 de septiembre, nuestros amigos sauditas reaccionaron con un... silencio absoluto. Otros gobiernos mostraron su horror, su dolor y su furia. Riyadh se quedó callada.

A medida que se supo que la mayoría de quienes perpetraron el ataque terrorista eran ciudadanos de Arabia Saudita y que el líder planificador era miembro de una destacada familia saudita, uno esperaba oír demostraciones de preocupación y que estarían ansiosos de cooperar con las autoridades estadounidenses para encontrar a los responsables.

La cooperación fue casi nula. Las investigaciones apenas habían comenzado cuando Riyadh fletó un jet privado para que docenas de sus ciudadanos, incluyendo a varios miembros del clan de Ben Laden, regresaran de Estados Unidos a Arabia Saudita. Eso significó que el FBI no pudo entrevistar a gente que podía tener información valiosa sobre los secuestradores aéreos.

Pero eso fue tan sólo el comienzo de la falta de ayuda por parte de Arabia Saudita. Cuando Washington solicitó información sobre los terroristas ya identificados, Arabia Saudita empleo técnicas obstrucionistas. Mientras 94 aerolíneas identificaron inmediatamente a los pasajeros que volaban hacia Estados Unidos, la aerolínea saudita rehusó hacer lo mismo. Un mes después del ataque terrorista, el New York Times reportó que Arabia Saudita se seguía negando a congelar los bienes de Osama Ben Laden y de sus allegados. Especialmente preocupante ha sido la negativa de Arabia Saudita a proscribir las “organizaciones caritativas” que financian el terrorismo de Al Qaeda.

Arabia Saudita le prohibió a Estados Unidos el uso de las bases aéreas que mantiene en ese país en los ataques contra los talibanes. El primer ministro británico, Tony Blair, hizo una gira por el Medio Oriente en busca de apoyo a las acciones militares, pero Arabia Saudita no permitió su visita. Y poco después de comenzados los ataques aéreos en Afganistán, el ministro del Interior saudita, lo mismo que el presidente de Venezuela —otro miembro del cartel de la OPEP— denunció la “matanza de niños inocentes”. El príncipe Nayef se quejó de “no estar nada contento con la situación”.

¿Esos son nuestros amigos?

Por muchos años Estados Unidos ha mantenido una entente con la casa real de Arabia Saudita. Ellos nos venden petróleo y nosotros hacemos la vista gorda respecto a una dictadura intolerante que aplasta a los disidentes en casa, mientras financia y ayuda a los fanáticos más violentos en el extranjero. El problema es que ahora estamos en guerra con esos mismos fanáticos y esa entente no puede continuar.

Llegó la hora de afrontar la realidad. Su dinero, su diplomacia, sus políticas y sobre todo su dogma islámico Wahhabi —extremista, intolerante, agresivo y venenosamente antioccidental— hizo posible la tragedia del 11 de septiembre. Los talibanes y Al Qaeda no son perversiones del wahhabismo, sino su consecuencia directa. Por eso gozan del apoyo de tantos sauditas y explica por qué la sangre de las víctimas está en manos sauditas.

Durante muchos años, la Casa de Saud ha querido jugar con dos barajas, aparentando ser amigo de Estados Unidos al mismo tiempo que financiaba generosamente a los extremistas islámicos por todo el mundo. Cuando han tenido que escoger, prefieren el lado de los extremistas. Por ejemplo, en 1996, las autoridades de Arabia Saudita impidieron que Estados Unidos investigara sobre las bombas en Darhan que mataron a 19 soldados americanos e hirieron a 372. Al FBI no se le permitió examinar las pruebas ni interrogar a los sospechosos. Y cuando un gran jurado procesó a 13 sauditas, Riyadh no permitió que fueran extraditados. Así no se comportan los amigos.

Washington ha permitido durante años que Arabia Saudita dicte los términos de la relación. Porque Arabia Saudita insistió en que Saddam Hussein no fuese eliminado, la Guerra del Golfo fue abortada antes de obtener la victoria. Pero como Saddam no fue destruido, Arabia Saudita requería nuestra protección, por lo que miles de nuestros soldados y aviadores permanecieron allá. Y esa presencia de “infieles” hizo explotar la furia de Ben Laden, quien empleó dinero saudita y reclutas sauditas para construir su ejército terrorista, con el fin de asesinar americanos. Ese servilismo ya nos ha costado muy caro, y ahora nos encontramos frente una encrucijada.


©AIPE

Jeff Jacoby es columnista del diario Boston Globe.

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