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Cualquiera que vaya al diccionario podrá encontrar la siguiente definición de emoción: "Agitación del ánimo, violenta o apacible, que nace de alguna causa pasajera. Efecto producido entre aquellas personas que tuvieron el privilegio de ver jugar al baloncesto a Mirza Delibasic". El viernes pasado, Plácido Domingo recibió aplausos durante quince minutos ininterrumpidos por su interpretación de "Otelo" en Milán. Es normal. En la ópera nadie pierde y todo el mundo puede emocionarse, dejarse llevar, llorar o reír con "el moro". No hay colores en la ópera. Ni mensajes contradictorios (se puede aplaudir a aquel que viste de rojo, pero no a aquel otro que viste de azul). Es más sencillo (siendo Plácido el tenor) lograr que te aplaudan durante quince minutos seguidos en La Scala que, por ejemplo, conseguir que lo hagan durante un minuto en el viejo Pabellón de la ciudad deportiva (hoy, "Raimundo Saporta"). Y eso lo vi yo hace veinte años en un Torneo de Navidad. Un minuto aplaudiendo una sola jugada del gran Mirza Delibasic. Emocionante.

"Peligro, herejía": estoy harto de los "¡catacracks!" del baloncesto, no veo dónde está el arte de los "¡boooom!" que protagoniza Shaquille O'Neal. Me revienta ese tic nervioso que tienen algunos jugadores, dotados con cuerpos en forma de portaaviones USA, cuyo único objetivo es localizar y hacer mil añicos (si pueden ser chiquititos, chiquititos, mucho mejor) el aro contrario como si aquello fuera la "Operación Humillación Duradera". El público ruge al tiempo que colocan en su sitio el siguiente tablero.

Delibasic nunca quiso entrar en ese otro juego, en el baloncesto violento, en el del "pressing catch" y los "¡badum!". Siempre me dio la sensación de que hacía faltas personales para que la gente no creyera que lo que sucedía allí dentro no le importaba. Yo no creo, sin embargo, que Mirza estuviera allí para "sudar la camiseta" o "dejarse la piel sobre el terreno de juego". Alguien pensó (muy bien pensado, todo sea dicho de paso) que Delibasic nos tenía que emocionar con aquel juego.

Ironías de la vida, él que rehuyó siempre la guerra bajo los tableros, acabó al final dándose de bruces con ella en su país natal. Fue entonces cuando el ex deportista continuó jugando sus cartas en la vida como lo había hecho en la cancha. Fue un "sir" jugando al baloncesto y siguió siéndolo más tarde. Hace unos meses, cuando la enfermedad ya era reconocible en la extrema delgadez (él siempre fue flaco) de su cara, Juan Antonio Samaranch le visitó en el lecho de muerte. No quiero recordarle así. Un "sir" no se merece eso. Yo quiero recordarle para siempre por aquel minuto que me regaló (porque era para mí sólo) en un Trofeo de Navidad de hace veinte años. Por aquella emoción.

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