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La clave es la corresponsabilidad

El proyecto de estado autonómico esbozado en la Constitución ha llegado prácticamente a su culminación. Transferidas casi todas las competencias autonómicas transferibles, con sus correspondientes dotaciones presupuestarias, sólo quedaba la sanidad pública, de cuya gestión pasarán a encargarse también las diez comunidades autónomas que aún no la tenían transferida.

Dejando a un lado delirios nacionalistas —cuyo objetivo máximo no es el bienestar de los ciudadanos sino la construcción e imposición de anacrónicos modelos nacionales ya superados por la Historia—, el modelo autonómico es una buena oportunidad para acercar la Administración a las necesidades de los ciudadanos. Las peculiaridades y circunstancias de cada región se suelen apreciar mejor desde dentro que desde fuera, y la “competencia” normativa y de gestión entre las comunidades servirá para desarrollar y elegir mejores modelos de administración de la cosa pública.

Pero por desgracia, el estado de las autonomías hasta hoy no ha servido para mucho más que para asumir las competencias de las diputaciones provinciales, para repartir subvenciones, para multiplicar la burocracia y los cargos públicos y para campo de batalla política. La transferencia de la Educación y de la Sanidad, junto con los recursos económicos necesarios para financiarlas, va a poner a prueba la capacidad de gestión de muchos líderes autonómicos que han hecho de la confrontación permanente con el Gobierno Central y de la irresponsabilidad financiera, los ejes de su política. Las comunidades autónomas gestionarán más del cincuenta por ciento del gasto público.

Por ello, la clave del éxito del modelo está en la corresponsabilidad financiera de las comunidades respecto del Gobierno. El alto nivel de endeudamiento de las comunidades autónomas (destacan Cataluña, con 1,55 billones de pesetas; Andalucía, con 1,16; y Madrid y Valencia, con un billón), la demagogia habitual de presidentes autonómicos como Chaves respecto de las políticas sociales (de las que dependen para mantenerse en el poder) y la obsesión por la “construcción nacional” y el victimismo que comparten Arzallus y Pujol, desentonan en un modelo en el que “cada palo debería aguantar su vela”. No se ha modificado el límite de endeudamiento de las comunidades autónomas previsto en la LOFCA (25% del presupuesto dedicado al pago de amortizaciones e intereses). Y el Estado sigue siendo responsable subsidiario de los servicios considerados básicos, ya transferidos: sanidad y enseñanza. Existe la posibilidad de que los excesos de las comunidades “manirrotas” acaben pagándolos los ciudadanos de las comunidades bien gestionadas (como ha sucedido hasta ahora) por el principio de solidaridad consagrado en la Constitución y habida cuenta de la ley de déficit cero, que indirectamente también se aplica a las comunidades autónomas.

Hubiera sido deseable que la reforma de la LOFCA previera la obligatoriedad de subir el tramo autonómico del IRPF (posibilidad prevista en la Constitución) cuando los recursos de una comunidad autónoma no fueran suficientes para financiar la gestión de todas sus competencias, incluidas la sanidad y la educación, excluyéndose definitivamente la posibilidad del endeudamiento. Desde la intentona de Leguina en Madrid, a ningún presidente autonómico se le ocurriría asumir el impacto político de una subida de impuestos. Ello se relacionaría directamente con su mala gestión, y sería la mejor garantía para el ciudadano de que el coste de la gestión autonómica de las transferencias no empiece a crecer desproporcionadamente en las manos de los presidentes autonómicos.

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